jueves, 31 de octubre de 2019

Conviérteme en una Bruja


Quiero ser como tú -le dije a la bruja. Ella enarcó sus espesas y negras cejas. El cabello negro, liso y largo le llegaba hasta los hombros. Ladeó la cabeza y me observó con ojos fríos y plateados.
Le devolví la mirada, sin pestañar, desafiándola. El mentón me temblaba un poco, pero por lo demás no moví un músculo.
Tuve que hacer acopio de valor para ir a la casa de la bruja. La mayoría de los niños del barrio no se atreve a acercarse a ella, ni siquiera a subir por la colina sobre lo que está situada.
Pero yo era muy valiente.
O, mejor dicho, estaba desesperada.
Quizá penséis que es un disparate ir a casa de una bruja, pero si conocierais mi vida, lo comprenderíais.
Ella representaba mi última esperanza.
Gemma Rogerson es una bruja de verdad, y todos los habitantes de Maywood Falls lo saben. Las personas acuden a Gemma en busca de ayuda cuando todo lo demás falla. Le piden que formule un encantamiento para mejorar sus vidas o para sacarlos de un apuro.
A veces incluso le piden que eche un maleficio sobre sus enemigos.
¡Gemma es muy poderosa!
Un día lanzó un maleficio sobre el señor Fraley, el dueño de la tienda de coches de segunda mano, porque se enteró de que éste vendía coches robados. El señor Fraley se pasó dos años hipando sin parar ¡y no vendió un solo coche!
No me lo he inventado. Lo dieron en las noticias.
También dieron en las noticias que Gemma había gastado una broma muy cruel al alcalde Krenitski. Durante una conferencia de prensa, le salió de la nariz y las orejas un millón de moscas, y de sus ojos unos gusanos largos y morados.
Gemma puede utilizar sus extraordinarios poderes para hacer el bien, y también para hacer el mal.
Pero a mí no me importaba. Necesitaba ayuda.
Así que allí me encontraba, de pie en su cocina, mirándola sin pestañear. El sol del atardecer penetraba a través de las ventanas cubiertas de polvo. La luz bañaba la estantería repleta de libros y los estantes llenos de tarros y frascos que contenían plumas, polvos, insectos y huesos diminutos.
Por fin Gemma se movió. Cuando atravesó la habitación, su vestido largo y arrugado crujió. Mientras se acercaba, observé su bello y blanquecino cutis. Sus ojos eran luminosos y perspicaces, sus labios suaves y carnosos.
¿Cuántos años tenía? Era difícil de precisar. Quizá treinta, o menos.
Gemma me apretó el brazo con su mano pálida y delicada.


-¿Tienes miedo? -preguntó con voz suave y aterciopelada.

-N-no -balbucí-. Creo que no.

Me apretó el brazo con más fuerza, hasta emblanquecerme la piel.

-Pues deberías tenerlo -dijo.

Aguanté la respiración.
¿Había cometido un error al ir allí?
Por fin Gemma me soltó el brazo. Sus uñas negras refulgieron cuando alzó la mano para apartarme un mechón de pelo lacio y castaño de la frente.

-¿Por qué quieres ser una bruja, Samantha? -respondí exhalando un prolongado suspiro.

Entonces se lo conté todo, incapaz de contenerme.
Le dije que odiaba mi aspecto, mi barbilla puntiaguda, mi nariz respingona, mi pelo ralo, color de rata.
Le dije que no tenía amigos, que los niños en la escuela se reían de mí porque soy fea y bizca.
Le enumeré los apodos horribles que me habían puesto los niños y le confesé que ni siquiera les caía bien a los maestros; que todos me trataban con crueldad; que mis padres no me hacían el menor caso y se volcaban en Roddy, mi hermano menor.
Le conté muchas más cosas. Me costaba explicárselo, pero al mismo tiempo me sobrevino un gran alivio.
Confiaba en que ella se percataría de lo desgraciada que me sentía. Quizá Gemma comprendería por qué había dejado mi temor a un lado y había acudido a verla.
Mientras yo le relataba mi desdichada historia, Gemma mantenía fijos en mí sus ojos plateados, sin pestañear. El sol a ratos se disipaba y a ratos volvía a lucir, envolviéndonos en sombras o iluminándonos con su resplandor.
Oí en tictac de un reloj en la habitacíon contigua.
Me detuve para recobrar el aliento. Miré las atestadas estanterías de la cocina, contemplando maravillada los misteriosos frascos que contenían alas de insectos y diversas partes de animales.
De pronto Gemma frunció el ceño.

-De modo que te sientes muy desgraciada -murmuró-. Pero ¿por qué has acudido a mí, Samantha? ¿Por qué quieres ser una bruja?

-¡Deseo... deseo tener poderes mágicos! -exclamé-. Quiero demostrar mi poder a los demás, vengarme de ellos por tratarme con crueldad, por burlarse de mí, por meterse siempre conmigo.

-¿Vengarte? -preguntó Gemma achicando los ojos-. ¿Deseas vengarte?

-¡No! ¡No sólo quiero vengarme! -repliqué alzando la voz debido a la emoción que me ambargaba-. Mucha gente acude a ti en busca de ayuda. Te temen, pero te respetan. Yo también quiero que la gente me respete.

Respiraba de manera agitada. Por mis mejillas resbalaban gruesos lagrimones.
Gemma movió la cabeza, apartándose la hermosa melena negra del hombro.

-¿Estás segura de querer ser como yo? -preguntó, examinándome con aquellos ojos tan intensos-. ¿Quieres que te conceda unos poderes mágicos?

Asentí con vehemencia, dejando que las lágrimas brotaran.

-Sí, sí. Te lo suplico. Hace tiempo que sueño con ello. Haré lo que sea con tal del conseguirlo.

-¿Lo que sea? -preguntó Gemma sin dejar de observarme. Luego me indicó que me sentara en un taburete de la cocina-. Puedo hacer lo que me pides, Samantha -dijo suavemente-, pero deberás pagar un elevado precio por ello.

-¿Un precio? -pregunté con voz entrecortada.

-Por supuesto -contestó Gemma cruzando los brazos sobre la pechera de su vestido negro-. Un precio muy alto. Quizá no estés dispuesta a pagarlo.

-Haré lo que sea -repetí-. No tengo dinero, pero...

-No quiero dinero, Samantha -me interrumpió Gemma-. El dinero no significa nada para mí. Si estás decida a convertirte en una bruja, debes pagar un precio mucho más elevado que el dinero.

-¿Qué... qué debo hacer? -inquirí-. ¿Qué es lo que deseas?

-Tráeme a tu hermanito -respondió Gemma sin titubear.

-¿Qué? -pregunté horrorizada.

-Tu hermanito. Ése es el precio -insistió Gemma-. Tráemelo, y te convertiré en una bruja.

La miré con los ojos arrasados en lágrimas. Sentí un nudo en la garganta. Tenía el estómago revuelto debido a la tensión.

"¿Cómo voy a llevarle a mi hermanito? -pensé-. ¿Seré capaz de semejante cosa?"



Papá se hallaba en la sala de estar, leyendo el periódico. Ni siquiera alzó la vista cuando entré. Lo saludé, y él me respondió con un gruñido.
Mamá estaba en la cocina, cortándoles los rabos a unas judías verdes.

-Hola -dije. Mi madre sabe que odio las judías verdes. Supongo que por eso las comemos cada noche.

-Siempre vas despeinada -comentó mamá-. ¿No puedes hacer algo con ese pelo?

-No... no lo sé -respondí.

-Si te arreglaras un poco casi parecerías guapa -aseveró mamá sin apartar la mirada de las judías.

-Gracias por el cumplido -repuse.

Mi madre nunca me dice cosas agradables. Jamás.

-¿Dónde está Roddy? -pregunté.

-Acostado en su cuna. Durmiendo. No lo despiertes -dijo mi madre-. He tardado horas en  dormirlo. No entres en su habitación, Samantha. Siempre consigues asustarlo.

-No te preocupes -respondí.

Salí de la cocina y me dirigí directamente a la habitación de Roddy. Estaba dormido, arrebujado en su pijama amarillo de felpa. Era calvo y sonrosado, adorable a más no poder.
Apoyé las manos en el borde de la cuna y contemplé a mi hermanito. Sentí las manos frías y sudorosas y un vacío en el estómago.

"¿Seré capaz de hacerlo? -me pregunté-. ¿Seré capaz de hacerlo? -me pregunté-. ¿Seré capaz de raptar a mi hermanito y entregárselo a la bruja?"

Me incliné sobre él. Roddy abrió los ojos, alzó una manita rolliza y sonrosada y me agarró el pelo.

-¡Ay! -exclamé.

Me tiró del pelo con todas sus fuerzas.

-¡Suéltame -dije intentando apartar la cabeza, pero Roddy se metió el mechón en la boca-. ¡Suéltame, Roddy! -repetí. Entonces tomé su puño entre ambas manos y traté de obligarlo a abrirlo.
Mi hermano agarra todo lo que tiene a mano. Es un niño muy fuerte. Un día me asió la nariz y la apretó con tanta fuerza que la hizo sangrar.

-¡Suéltame! ¡Me haces daño! -grité. Por fin logré forzarlo a abrir el puño y soltarme el pelo.

Roddy rompió a berrear a voz en cuello al tiempo que agitaba los puños enfurecido.
-¿Qué ocurre? -preguntó mi madre entrando precipitadamente en la habitación-. Te dije que no lo despertaras, Samantha.

-Pero... pero -titubeé-. ¡No es mi culpa mía! ¡Me agarró del pelo!

-Sal de aquí -me ordenó mamá, tomando al bebé en brazos-. Siempre lo asustas. ¡Sal de aquí!

Di media vuelta y salí corriendo.
Entré en mi habitación y me arrojé boca abajo en la cama.
De pronto decidí que lo haría. Llevaría a Roddy a Gemma.
Y punto.


Esperé hasta bien avanzada la noche. Mis padres se habían acostado. Roddy dormía.
Entré con sigilo en su habitacíon y me acerqué a la cuna. Roddy dormía con el pulgar en la boca, haciendo gorgoritos.
De pronto caí en la cuenta de que me estremecía de pies a cabeza.

-Lo siento, Roddy -musité-. Debo hacerlo. No tengo más remedio.

Alcé a mi hermanito en brazos y lo sostuve contra mi pecho. Tenía la piel suave y calentita. Olía muy bien. Continuó emitiendo gorgoritos, pero no se despertó.
Caminando de puntillas, procurando no hacer el menor ruido, salí al pasillo.

"¿Es posible que yo esté haciendo esto?", pensé sin dejar de temblar.

Tregué saliva. Sabía que si recapacitaba dejaría a Roddy en la cuna y asunto terminado.
De modo de eché a correr.
Atravesé el pasillo y la sala de estar y salí por la puerta principal.
Atravesé el jardín, crucé la calle y seguí adelante sin dejar de correr. Oí el murmullo del viento a través de los árboles. Era una noche sin luna ni estrellas. Por la mi pecho, corrí a través de la oscuridad. Subí la colina hasta llegar a la casa de Gemma.
No me detuve a llamar a la puerta, sino que irrumpí precipitadamente.
Hallé a Gemma en la cocina, de pie ante los fogones, preparando un té negro y espeso.
Me detuve en el umbral. Roddy dormía plácidamente en mis brazos.
Gemma se volvió hacia mí y me miró sorprendida.

"Pero, ¿qué estoy haciendo? -pensé de nuevo-. ¿Seré capaz de entregarle a mi hermanito?"
Sí.
Hacía tanto tiempo que soñaba con cambiar mi vida...
-Toma -dije. Cerré los ojos y deposité a Roddy en brazos de Gemma.
Ella me miró boquiabierta. Sostenía al niño como si fuera un balón de rugby y se dispusiera a darle una patada. Me miró a mí y luego al bebé.
-De modo que estás decidida, Samantha -dijo por fin, sin poder disimular su asombro-. Es cierto que deseas convertirte en una bruja.
Asentí con la cabeza.
Roddy levantó sus bracitos y se desperezó sin abrir los ojos.
-¿Qué... qué piensas hacer con él? -pregunté a Gemma con voz temblorosa.
Gemma sonrió y acarició la barbilla de Roddy con el dedo.
-Necesito polvo de bebé -respondió-. Voy a triturar sus huesos.
-¡NO! -grité-. ¡No puedes hacer eso!
Gemma se echó a reír.
-Era una broma, Samantha -dijo.
-¿Qué vas hacer con él! -insistí.
-Nada -contestó Gemma sentando al bebé sobre su huesudo hombro-. Era sólo una prueba, Samantha.
-¿Una prueba? -pregunté perpleja.
-Quería comprobar si hablabas en serio -me explicó-. Quería comprobar si hablabas en serio -me explicó-. Quería ver hasta dónde estabas dispuesta a llegar para alcanzar tu propósito.
-Pues ahora ya lo sabes -dije-. ¿Cumplirás lo prometido?
-Ven aquí -me indicó Gemma dirigiéndose hacia la mesa con el niño en brazos.
La seguí. Mi corazón latía con violencia y me temblaban las rodillas.
-Las he preparado esta tarde.- Gemma señaló dos cápsulas verdes que resposaban sobre la mesa-. Ingiere una y yo ingeriré la otra. Así intercambiaremos nuestros cuerpos.
-¿Qué? -pregunté atónica. Estaba tan aturdida que tuve que sujetarme al borde de la mesa para no caer redonda-. ¿Quieres que intercambiemos nuestros cuerpos?
Gemma asintió con la cabeza; su cabellera negra y lustrosa le caía sobre los hombros.
-Penetrarás en mi cuerpo y te convertirás en la bruja Gemma, con todos mis poderes y conociemientos -dijo ésta sonriendo-. Y yo penetraré en tu cuerpo y me convertiré en Samantha, la niña de doce años. Intercabiaremos nuestros cuerpos y nuestras vidas.
-Me siento muy sola aquí. Y estoy cansada de sortilegios y maleficios. Estoy aburrida. Me atrae la idea de comenzar de nuevo en un cuerpo nuevo, con una nueva familia.
Roddy abrió los ojos y miró alrededor. Gemma lo sentó sobre su otro hombre.
-Tranquilo -susurró con ternura al niño-. Cálmate, pequeño. A partir de ahora serás mi hermanito.
Tragué saliva.
-¿Estás segura de que deseas vivir con mi familia? ¿De que quieres vivir mi vida?
Gemma me observó con frialdad.
-No me hagas perder tiempo, Samantha. Estás a punto de conseguir tu deseo, lo que siempre has soñado. ¿Estás dispuesta a hacerlo? ¿Estás dispuesta a ingerir la cápsula y convertirte en mí?
Dudé por unos instantes. Miré a Roddy y las dos cápsulas verdes que reposaban sobre la mesa.
"Seré hermosa -me dije-. Poseeré dotes mágicos y poder. La gente me respetará. Acudirá a mí en busca de ayuda. Me temerá..."
-Sí -afirmé-, lo haré, Gemma. Estoy dispuesta.
Los ojos de Gemma centellearon de emoción.
-¡Excelente! -exclamó. A continuación tomó una de las cápsulas, se la llevó a la boca y tragó.
Respiré profundamente. Alargué una mano temblorosa para tomar la cápsula.
-¡Apresúrate, Samantha! ¡Vamos, vamos! -me apremió la bruja.
Sin embargo, antes de que yo alcanzar a tomar la cápsula, Roddy se apoderó de ella.
-¡No! -exclamamos Gemma y yo a la vez.
Roddy ingirió la cápsula.
-¡No! ¡No! ¡No! -gritamos las dos.
Contemplé horrorizada a mi hermanito. Al cabo de unos segundos Gemma y él habían intercambiado sus cuerpos.
Roddy, convertido en bruja, permanecía de pie junto a la mesa de la cocina, con el vestido negro de Gemma.
Sostenía al niño en brazos. Gemma no cesaba de revolverse ni de agitar sus puñitos en el aire. Se había convertido en el bebé, en brazos de Roddy la bruja.
Yo no había cambiado. Continuaba siendo Samantha.
-¡Te juro que me vengaré de ti! -me gritó la bruja, furiosa.
Bajé la vista y miré al niño, rojo de ira.
-¡Os juro que me vengaré de los dos! -chilló.


Autor: R.L. Stine


domingo, 27 de octubre de 2019

Cuentos de la Cripta


Tales from the Crypt (conocida en España como Historias de la cripta y en Hispanoamérica como Cuentos de la cripta) es una serie de televisión estadounidense de antología que se basa en los cómics de terror de EC Comics creados por William Maxwell Gaines. La serie fue producida a lo largo de siete temporadas que reunieron un total de 93 episodios de unos 24 minutos cada uno.


Las historias de la cripta, a veces titulado Los cuentos de la cripta de HBO, son una serie americana de la televisión de la antología del horror transmitido en el canal de cable premium HBO por siete estaciones con un total de 93 episodios. El título se basa en la serie de los años 50 de la EC Comics del mismo nombre.


Las siete temporadas fueron emitidas en la televisión estadounidense entre el 10 de junio de 1989 y el 19 de julio de 1996.
Episodios


Cada episodio comienza con un recorrido de la cámara hacia la puerta de la mansión decrépita donde habita El Guardián de la Cripta. Una vez adentro la cámara recorre el vestíbulo y demás partes de la casa hasta entrar por un pasadizo que conduce por una escalera al sótano donde de un ataúd despierta el Guardián con una risa desordenadamente macabra. Luego, hace una introducción (con juegos de palabras) sobre la historia que se presenta en el episodio, usualmente mientras busca el libro o la historia en sus páginas (cada vez que abre el libro, una de las páginas que se muestra tiene, en vez de palabras, una impresión de la portada del cómic de la serie original, correspondiente a la historia relatada). Al concluir cada episodio hace una sarcástica reflexión del relato.


El episodio "Usted, el Asesino" (1995) es uno de los primeros capítulos de televisión que usó efectos por computadora para insertar digitalmente a actores en un episodio. El episodio fue dirigido por Robert Zemeckis (el cual había dirigido Forrest Gump, ¿Quién engañó a Roger Rabbit?, La Saga de Regreso al Futuro y La muerte os sienta tan bien, donde también utilizó efectos por computadora). Un imitador de Alfred Hitchcock apareció en un cameo al principio del episodio y otro imitando a Humphrey Bogart fueron los protagonistas de esta historia. Como ambos hombres son leyendas del cine, sus apariciones hicieron al episodio muy conocido entre admiradores. Este episodio es también conocido por la aparición de Isabella Rossellini quién parodiaba el papel de su madre, Ingrid Bergman (quien actuó en Casablanca junto con Humphrey Bogart).



Muy pocos episodios (sobre todo los de la primera temporada) están basados en historias del cómic "Tales from the Crypt". 
En la primera temporada predominan historias de "The Haunt of Fear". En la segunda temporada hay historias sobre todo de "Shock Suspenstories" y en "Crime Suspenstories". Cuatro de sus historias fueron adaptadas en la Cuarta, Quinta y Sexta Temporada. Los relatos de "The Vault of Horror" aparecieron esporádicamente en toda la serie.


viernes, 25 de octubre de 2019

Coco


–Recurro a usted porque quiero contarle mi historia –dijo el hombre acostado sobre el diván del doctor Harper.

El hombre era Lester Billings, de Waterbury, Connecticut. Según la ficha de la enfermera Vickers, tenía veintiocho años, trabajaba para una empresa industrial de Nueva York, estaba divorciado, y había tenido tres hijos. Todos muertos.

–No puedo recurrir a un cura porque no soy católico. No puedo recurrir a un abogado porque no he hecho nada que deba consultar con él. Lo único que hice fue matar a mis hijos. De uno en uno. Los maté a todos.

El doctor Harper puso en marcha el magnetófono.

Billings estaba duro como una estaca sobre el diván, sin darle un ápice de sí. Sus pies sobresalían, rígidos, por el extremo. Era la imagen de un hombre que se sometía a una humillación necesaria. Tenía las manos cruzadas sobre el pecho, como un cadáver. Sus facciones se mantenían escrupulosamente compuestas. Miraba el simple cielo raso, blanco, de paneles, como si por su superficie desfilaran escenas e imágenes.

–Quiere decir que los mató realmente, o…

–No. –Un movimiento impaciente de la mano–. Pero fui el responsable. Denny en 1967. Shirl en 1971. Y Andy este año. Quiero contárselo.

El doctor Harper no dio nada. Le pareció que Billings tenía un aspecto demacrado y envejecido. Su cabello raleaba, su tez estaba pálida. Sus ojos encerraban todos los secretos miserables del whisky.

–Fueron asesinados, ¿entiende? Pero nadie lo cree. Si lo creyeran, todo se arreglaría.

–¿Por qué?

–Porque…

Billings se interrumpió y se irguió bruscamente sobre los codos, mirando hacia el otro extremo de la habitación.

–¿Qué es eso? –bramó. Sus ojos se habían entrecerrado, reduciéndose a dos tajos oscuros.

–¿Qué es qué?

–Esa puerta.

–El armario empotrado –respondió el doctor Harper–. Donde cuelgo mi abrigo y dejo mis chanclos.

–Ábralo. Quiero ver lo que hay dentro.

El doctor Harper se levantó en silencio, atravesó la habitación y abrió la puerta. Dentro, una gabardina marrón colgaba de una de las cuatro o cinco perchas. Abajo había un par de chanclos relucientes. Dentro de uno de ellos había un ejemplar cuidadosamente doblado del New York Times. Eso era todo.

–¿Conforme? –preguntó el doctor Harper.

–Sí. –Billings dejó de apoyarse sobre los codos y volvió a la posición anterior.

–Decía –manifestó el doctor Harper mientras volvía a su silla– que si se pudiera probar el asesinato de sus tres hijos, todos sus problemas se solucionarían. ¿Por qué?


–Me mandarían a la cárcel –explicó Billings inmediatamente–. Para toda la vida. Y en una cárcel uno puede ver lo que hay dentro de todas las habitaciones. Todas las habitaciones. –Sonrió a la nada.

–¿Cómo fueron asesinados sus hijos?

–¡No trate de arrancármelo por la fuerza!

Billings se volvió y miró a Harper con expresión aviesa.

–Se lo diré, no se preocupe. No soy uno de sus chalados que se pasean por el mundo y pretenden ser Napoleón o que justifican haberse aficionado a la heroína porque la madre no los quería. Sé que no me creerá. No me interesa. No importa. Me bastará con contárselo.

–Muy bien. –El doctor Harper extrajo su pipa.

–Me casé con Rita en 1965… Yo tenía veintiún años y ella dieciocho. Estaba embarazada. Ese hijo fue Denny. –Sus labios se contorsionaron para formar una sonrisa gomosa, grotesca, que desapareció en un abrir y cerrar de ojos–. Tuve que dejar la Universidad y buscar empleo, pero no me importó. Los amaba a los dos. Éramos muy felices. Rita volvió a quedarse embarazada poco después del nacimiento de Denny, y Shirl vino al mundo en diciembre de 1966. Andy nació en el verano de 1969, cuando Denny ya había muerto. Andy fue un accidente. Eso dijo Rita. Aseguró que a veces los anticonceptivos fallan. Yo sospecho que fue más que un accidente. Los hijos atan al hombre, usted sabe. Eso les gusta a las mujeres, sobre todo cuando el hombre es más inteligente que ellas. ¿No le parece?

Harper emitió un gruñido neutro.

–Pero no importa. A pesar de todo los quería. –Lo dijo con tono casi vengativo, como si hubiera amado a los niños para castigar a su esposa.

–¿Quién mató a los niños? –preguntó Harper.

–El coco –respondió inmediatamente Lester Billings–. El coco los mató a todos. Sencillamente, salió del armario y los mató. –Se volvió y sonrió–. Claro, usted cree que estoy loco. Lo leo en su cara. Pero no me importa. Lo único que deseo es desahogarme e irme.


–Le escucho –dijo Harper.

–Todo comenzó cuando Denny tenía casi dos años y Shirl era apenas un bebé. Denny empezó a llorar cuando Rita lo tenía en la cama. Verá, teníamos un apartamento de dos dormitorios. Shirl dormía en una cuna, en nuestra habitación. Al principio pensé que Denny lloraba porque ya no podía llevarse el biberón a la cama. Rita dijo que no nos obstináramos, que tuviéramos paciencia, que le diéramos el biberón y que él ya lo dejaría solo. Pero así es como los chicos se echan a perder. Si eres tolerante con ellos los malcrías. Después te hacen sufrir. Se dedican a violar chicas, sabe, o empiezan a drogarse. O se hacen maricas. ¿Se imagina lo horrible que es despertar una mañana y descubrir que su chico, su hijo varón, es marica?

»Sin embargo, después de un tiempo, cuando vimos que no se acostumbraba, empecé a acostarle yo mismo. Y si no dejaba de llorar le daba una palmada. Entonces Rita dijo que repetía a cada rato “luz, luz”. Bueno, no sé. ¿Quién entiende lo que dicen los niños tan pequeños? Sólo las madres lo saben.

»Rita quiso instalarle una lámpara de noche. Uno de esos artefactos que se adosan a la pared con la figura del Ratón Mikey o de Huckleberry Hound o de lo que sea. No se lo permití. Si un niño no le pierde el miedo a la oscuridad cuando es pequeño, nunca se acostumbrará a ella.

»De todos modos, murió el verano que siguió al nacimiento de Shirl. Esa noche lo metí en la cama y empezó a llorar en seguida. Esta vez entendí lo que decía. Señaló directamente el armario cuando lo dijo. “El coco –gritó–. El coco, papá.”

»Apagué la luz y salí de la habitación y le pregunté a Rita por qué le había enseñado esa palabra al niño. Sentí deseos de pegarle un par de bofetadas, pero me contuve. Juró que nunca se la había enseñado. La acusé de ser una condenada embustera.

»Verá, ése fue un mal verano para mí. Sólo conseguí que me emplearan para cargar camiones de Pepsi–Cola en un almacén, y estaba siempre cansado. Shirl se despertaba y lloraba todas las noches y Rita la tomaba en brazos y gimoteaba. Le aseguro que a veces tenía ganas de arrojarlas a las dos por la ventana. Jesús, a veces los mocosos te hacen perder la chaveta. Podrías matarlos.

»Bien, el niño me despertó a las tres de la mañana, puntualmente. Fui al baño, medio dormido, sabe, y Rita me preguntó si había ido a ver a Denny. Le contesté que lo hiciera ella y volví a acostarme. Estaba casi dormido cuando Rita empezó a gritar.

»Me levanté y entré en la habitación. El crío estaba acostado boca arriba, muerto. Blanco como la harina excepto donde la sangre se había…, se había acumulado, por efecto de la gravedad. La parte posterior de las piernas, la cabeza, las… eh… las nalgas. Tenía los ojos abiertos. Eso era lo peor, sabe. Muy dilatados y vidriosos, como los de las cabezas de alce que algunos tipos cuelgan sobre la repisa. Como en las fotos de esos chinitos de Vietnam. Pero un crío norteamericano no debería tener esa expresión. Muerto boca arriba. Con pañales y pantaloncitos de goma porque durante las últimas dos semanas había vuelto a orinarse encima. Qué espanto. Yo amaba a ese niño.

Billings meneó la cabeza lentamente y después volvió a ostentar la misma sonrisa gomosa, grotesca.

–Rita chillaba hasta desgañitarse. Trató de alzar a Denny y mecerlo, pero no se lo permití. A la poli no le gusta que uno toque las evidencias. Lo sé…

–¿Supo entonces que había sido el coco? –preguntó Harper apaciblemente.

–Oh, no. Entonces no. Pero vi algo. En ese momento no le di importancia, pero mi mente lo archivó.

–¿Qué fue?

–La puerta del armario estaba abierta. No mucho. Apenas una rendija. Pero verá, yo sabía que la había dejado cerrada. Dentro había bolsas de plástico. Un crío se pone a jugar con una de ellas y adiós. Se asfixia. ¿Lo sabía?

–Sí. ¿Qué sucedió después?

Billings se encogió de hombros.

–Lo enterramos. –Miró con morbosidad sus manos, que habían arrojado tierra sobre tres pequeños ataúdes.

–¿Hubo una investigación?

–Claro que sí. –Los ojos de Billings centellearon con un brillo sardónico–. Vino un jodido matasanos con un estetoscopio y un maletín negro lleno de chicles y una zamarra robada de alguna escuela veterinaria. ¡Colapso en la cuna, fue el diagnóstico! ¿Ha oído alguna vez semejante disparate? ¡El crío tenía tres años!

–El colapso en la cuna es muy común durante el primer año de vida –explicó Harper puntillosamente–, pero el diagnóstico ha aparecido en los certificados de defunción de niños de hasta cinco años, a falta de otro mejor…

–¡Mierda! –espetó Billings violentamente.

Harper volvió a encender su pipa.

–Un mes después del funeral instalamos a Shirl en la antigua habitación de Denny. Rita se resistió con uñas y dientes, pero yo dije la última palabra. Me dolió, por supuesto. Jesús, me encantaba tener a la mocosa con nosotros. Pero no hay que sobreproteger a los niños, pues en tal caso se convierten en lisiados. Cuando yo era niño mi madre me llevaba a la playa y después se ponía ronca gritando: «¡No te internes tanto! ¡No te metas allí! ¡Hay corrientes submarinas! ¡Has comido hace una hora! ¡No te zambullas de cabeza!». Le juro por Dios que incluso me decía que me cuidara de los tiburones. ¿Y cuál fue el resultado? Que ahora ni siquiera soy capaz de acercarme al agua. Es verdad. Si me arrimo a una playa me atacan los calambres. Cuando Denny vivía, Rita consiguió que la llevase una vez con los niños a Savin Rock. Se me descompuso el estómago. Lo sé, ¿entiende? No hay que sobreproteger a los niños. Y uno tampoco debe ser complaciente consigo mismo. La vida continúa. Shirl pasó directamente a la cuna de Denny. Claro que arrojamos el colchón viejo a la basura. No quería que mi pequeña se llenara de microbios.

Así transcurrió un año. Y una noche, cuando estoy metiendo a Shirl en su cuna, empieza a aullar y chillar y llorar. “¡El coco, papá, el coco!”

»Eso me sobresaltó. Decía lo mismo que Denny. Y empecé a recordar la puerta del armario, apenas entreabierta cuando lo encontramos. Quise llevarla por esa noche a nuestra habitación.

–¿Y la llevó?

–No. –Billings se miró las manos y las facciones se convulsionaron–. ¿Cómo podía confesarle a Rita que me había equivocado? Tenía que ser fuerte. Ella había sido siempre una marioneta…, recuerde con cuánta facilidad se acostó conmigo cuando aún no estábamos casados.

–Por otro lado –dijo Harper–, recuerde con cuánta facilidad usted se acostó con ella.

Billings, que estaba cambiando la posición de sus manos, se puso rígido y volvió lentamente la cabeza para mirar a Harper.

–¿Pretende tomarme el pelo?

–Claro que no –respondió Harper.

–Entonces deje que lo cuente a mi manera –espetó Billings–. Estoy aquí para desahogarme. Para contar mi historia. No hablaré de mi vida sexual, si eso es lo que usted espera. Rita y yo hemos tenido una vida sexual muy normal, sin perversiones. Sé que a algunas personas les excita hablar de eso, pero no soy una de ellas.

–De acuerdo –asintió Harper.

–De acuerdo –repitió Billings, con ofuscada arrogancia. Parecía haber perdido el hilo de sus pensamientos, y sus ojos se desviaron, inquietos, hacia la puerta del armario, que estaba herméticamente cerrada.

–¿Prefiere que la abra? –preguntó Harper.

–¡No! –se apresuró a exclamar Billings. Lanzó una risita nerviosa–. ¿Qué interés podría tener en ver sus chanclos?

Y después de una pausa, dijo:

–El coco la mató también a ella. –Se frotó la frente, como si fuera ordenando sus recuerdos–. Un mes más tarde. Pero antes sucedió algo más. Una noche oí un ruido ahí dentro. Y después Shirl gritó. Abrí muy rápidamente la puerta… la luz del pasillo estaba encendida… y… ella estaba sentada en la cuna, llorando, y… algo se movió. En las sombras, junto al armario. Algo se deslizó.

–¿La puerta del armario estaba abierta?

–Un poco. Sólo una rendija. –Billings se humedeció los labios–. Shirl hablaba a gritos del coco. Y dijo algo más que sonó como «garras». Sólo que ella dijo «galas», sabe. A los niños les resulta difícil pronunciar la «erre». Rita vino corriendo y preguntó qué sucedía. Le contesté que la habían asustado las sombras de las ramas que se movían en el techo.

–¿Galochas? –preguntó Harper.

–¿Eh?

–Galas… galochas. Son una especie de chanclos. Quizás había visto las galochas en el armario y se refería a eso.

–Quizá –murmuró Billings–. Quizá se refería a eso. Pero yo no lo creo. Me pareció que decía «garras. –Sus ojos empezaron a buscar otra vez la puerta del armario–. Garras, largas garras –su voz se había reducido a un susurro.

–¿Miró dentro del armario?

–S-sí. –Las manos de Billings estaban fuertemente entrelazadas sobre su pecho, tan fuertemente que se veía una luna blanca en cada nudillo.

–¿Había algo dentro? ¿Vio al…?

–¡No vi nada! –chilló Billings de súbito. Y las palabras brotaron atropelladamente, como si hubieran arrancado un corcho negro del fondo de su alma–. Cuando murió la encontré yo, verá. Y estaba negra. Completamente negra. Se había tragado la lengua y estaba negra como una negra de un espectáculo de negros, y me miraba fijamente. Sus ojos parecían los de un animal embalsamado: muy brillantes y espantosos, como canicas vivas, como si estuvieran diciendo: «me pilló, papá, tú dejaste que me pillara, tú me mataste, tú le ayudaste a matarme».

Su voz se apagó gradualmente. Un solo lagrimón silencioso se deslizó por su mejilla.

–Fue una convulsión cerebral, ¿sabe? A veces les sucede a los niños. Una mala señal del cerebro. Le practicaron la autopsia en Hartford y nos dijeron que se había asfixiado al tragarse la lengua durante una convulsión. Y yo tuve que volver solo a casa porque Rita se quedó allí, bajo el efecto de los sedantes. Estaba fuera de sí. Tuve que volver solo a casa, y sé que a un crío no le atacan las convulsiones por una alteración cerebral. Las convulsiones pueden ser el producto de un susto. Y yo tuve que volver solo a la casa donde estaba eso. Dormí en el sofá –susurró–. Con la luz encendida.

–¿Sucedió algo?

–Tuve un sueño –contestó Billings–. Estaba en una habitación oscura y había algo que yo no podía…, no podía ver bien. Estaba en el armario. Hacía un ruido…, un ruido viscoso. Me recordaba un comic que había leído en mi infancia. Cuentos de la cripta. ¿Lo conoce? ¡Jesús! Había un personaje llamado Graham Ingles, capaz de invocar a los monstruos más abominables del mundo… y a algunos de otros mundos. De todos modos, en este relato una mujer ahogaba a su marido, ¿entiende? Le ataba unos bloques de cemento a los pies y lo arrojaba a una cantera inundada. Pero él volvía. Estaba totalmente podrido y de color negro verdoso y los peces le habían devorado un ojo y tenía algas enredadas en el pelo. Volvía y la mataba. Y cuando me desperté en mitad de la noche, pensé que lo encontraría inclinándose sobre mí. Con garras… largas garras…

El doctor Harper consultó su reloj digital embutido en su mesa. Lester Billings estaba hablando desde hacía casi media hora.

–Cuando su esposa volvió a casa –dijo–, ¿cuál fue su actitud respecto a usted?

–Aún me amaba –respondió Billings orgullosamente–. Seguía siendo una mujer sumisa. Ése es el deber de la esposa, ¿no le parece? La liberación femenina sólo sirve para aumentar el número de chalados. Lo más importante es que cada cual sepa ocupar su lugar… Su… su… eh…

–¿Su sitio en la vida?

–¡Eso es! –Billings hizo chasquear los dedos–. Y la mujer debe seguir al marido. Oh, durante los primeros cuatro o cinco meses que siguieron a la desgracia estuvo bastante mustia…, arrastraba los pies por la casa, no cantaba, no veía la TV, no reía. Yo sabía que se sobrepondría. Cuando los niños son tan pequeños, uno no llega a encariñarse tanto. Después de un tiempo hay que mirar su foto para recordar cómo eran, exactamente.

»Quería otro bebé –agregó, con tono lúgubre–. Le dije que era una mala idea. Oh, no de forma definitiva, sino por un tiempo. Le dije que era hora de que nos conformáramos y empezáramos a disfrutar el uno del otro. Antes nunca habíamos tenido la oportunidad de hacerlo. Si queríamos ir al cine, teníamos que buscar una babysitter. No podíamos ir a la ciudad a ver un partido de fútbol si los padres de ella no aceptaban cuidar a los críos, porque mi madre no quería tener tratos con nosotros. Denny había nacido demasiado poco tiempo después de que nos casamos, ¿entiende? Mi madre dijo que Rita era una zorra, una vulgar trotacalles. ¿Qué le parece? Una vez me hizo sentar y me recitó la lista de las enfermedades que podía pescarme si me acostaba con una tro… con una prostituta. Me explicó cómo un día aparecía una llaguita en la ver… en el pene, y al día siguiente se estaba pudriendo. Ni siquiera aceptó venir a la boda.

Billings tamborileó con los dedos sobre su pecho.

–El ginecólogo de Rita le vendió un chisme llamado DIU… dispositivo intrauterino. Absolutamente seguro, dijo el médico. Bastaba insertarlo en el…, en el aparato femenino, y listo. Si hay algo allí, el óvulo no se fecunda. Ni siquiera se nota. –Ni siquiera sabes que está allí. Y al año siguiente volvió a quedar embarazada. Vaya seguridad absoluta.

–Ningún método anticonceptivo es perfecto –explicó Harper–. La píldora sólo lo es en el noventa y ocho por ciento de los casos. El DIU puede ser expulsado por contracciones musculares, por un fuerte flujo menstrual y, en casos excepcionales, durante la evacuación.

–Sí. O la mujer se lo puede quitar.

–Es posible.

–¿Y entonces qué? Empieza a tejer prendas de bebé, canta bajo la ducha, y come encurtidos como una loca. Se sienta sobre mis rodillas y dice que debe ser la voluntad de Dios. Mierda.

–¿El bebé nació al finalizar el año que siguió a la muerte de Shirl?

–Exactamente. Un varón. Le llamó Andrew Lester Billings. Yo no quise tener nada que ver con él, por lo menos al principio. Decidí que puesto que ella había armado el jaleo, tenía que apañárselas sola. Sé que esto puede parecer brutal, pero no olvide cuánto había sufrido yo.

»Sin embargo terminé por cobrarle cariño, sabe. Para empezar, era el único de la camada que se parecía a mí. Denny guardaba parecido con su madre, y Shirley no se había parecido a nadie, excepto tal vez a la abuela Ann. Pero Andy era idéntico a mí.

»Cuando volvía de trabajar iba a jugar con él. Me cogía sólo el dedo y sonreía y gorgoteaba. A las nueve semanas ya sonreía como su papá. ¿Cree lo que le estoy contando?

»Y una noche, hete aquí que salgo de una tienda con un móvil para colgar sobre la cuna del crío. ¡Yo! Yo siempre he pensado que los críos no valoran los regalos hasta que tienen edad suficiente para dar las gracias. Pero ahí estaba yo, comprándole un chisme ridículo, y de pronto me di cuenta de que lo quería más que a nadie. Ya había conseguido un nuevo empleo, muy bueno: vendía taladros de la firma Cluett and Sons. Había prosperado mucho y cuando Andy cumplió un año nos mudamos a Waterbury. La vieja casa tenía demasiados malos recuerdos.

»Y demasiados armarios.

»El año siguiente fue el mejor para nosotros. Daría todos los dedos de la mano derecha por poder vivirlo de nuevo. Oh, aún había guerra en Vietnam, y los hippies seguían paseándose desnudos, y los negros vociferaban mucho, pero nada de eso nos afectaba. Vivíamos en una calle tranquila, con buenos vecinos. Éramos felices –resumió sencillamente–. Un día le pregunté a Rita si no estaba preocupada. Usted sabe, dicen que no hay dos sin tres. Contestó que eso no se aplicaba a nosotros. Que Andy era distinto, que Dios lo había rodeado con un círculo mágico.

Billings miró el techo con expresión morbosa.

–El año pasado no fue tan bueno. Algo cambió en la casa. Empecé a dejar los chanclos en el vestíbulo porque ya no me gustaba abrir la puerta del armario. Pensaba constantemente: ¿Y qué harás si está ahí dentro, agazapado y listo para abalanzarse apenas abras la puerta? Y empecé a imaginar que oía ruidos extraños, como si algo negro y verde y húmedo se estuviera moviendo apenas, ahí dentro.

»Rita me preguntaba si no trabajaba demasiado, y empecé a insultarla como antes. Me revolvía el estómago dejarlos solos para ir a trabajar, pero al mismo tiempo me alegraba salir. Que Dios me ayude, me alegraba salir. Verá, empecé a pensar que nos había perdido durante un tiempo cuando nos mudamos. Había tenido que buscarnos, deslizándose por las calles durante la noche y quizá reptando por las alcantarillas. Olfateando nuestro rastro. Necesitó un año, pero nos encontró. Ha vuelto, me dije. Le apetece Andy y le apetezco yo. Empecé a sospechar que quizá si piensas mucho tiempo en algo, y crees que existe, termina por corporizarse. Quizá todos los monstruos con los que nos asustaban cuando éramos niños, Frankenstein y el Hombre Lobo y la Momia, existían realmente. Existían en la medida suficiente para matar a los niños que aparentemente habían caído en un abismo o se habían ahogado en un lago o tan sólo habían desaparecido. Quizá…

–¿Se está evadiendo de algo, señor Billings?

Billings permaneció un largo rato callado. En el reloj digital pasaron dos minutos. Por fin dijo bruscamente:

–Andy murió en febrero. Rita no estaba en casa. Había recibido una llamada de su padre. Su madre había sufrido un accidente de coche un día después de Año Nuevo y creían que no se salvaría. Esa misma noche Rita cogió el autobús.

»Su madre no murió, pero estuvo mucho tiempo, dos meses, en la lista de pacientes graves. Yo tenía una niñera excelente que estaba con Andy durante el día. Pero por la noche nos quedábamos solos. Y las puertas de los armarios porfiaban en abrirse.

Billings se humedeció los labios.

–El niño dormía en la misma habitación que yo. Es curioso, además. Una vez, cuando cumplió dos años, Rita me preguntó si quería instalarlo en otro dormitorio. Spock u otro de esos charlatanes sostiene que es malo que los niños duerman con los padres, ¿entiende? Se supone que eso les produce traumas sexuales o algo parecido. Pero nosotros sólo lo hacíamos cuando el crío dormía. Y no quería mudarlo. Tenía miedo, despue´s de lo que les había pasado a Denny y a Shirl.

–¿Pero lo mudó, verdad? –preguntó el doctor Harper.

–Sí –respondió Billings. En sus facciones apareció una sonrisa enfermiza y amarilla–. Lo mudé.

Otra pausa. Billings hizo un esfuerzo por proseguir. –¡Tuve que hacerlo! –espetó por fin–. ¡Tuve que hacerlo! Todo había andado bien mientras Rita estaba en la casa, pero cuando ella se fue, eso empezó a envalentonarse. Empezó a… –Giró los ojos hacia Harper y mostró los dientes con una sonrisa feroz–. Oh, no me creerá. Sé qué es lo que piensa. No soy más que otro loco de su fichero. Lo sé. Pero usted no estaba allí, maldito fisgón.

»Una noche todas las puertas de la casa se abrieron de par en par. Una mañana, al levantarme, encontré un rastro de cieno e inmundicia en el vestíbulo, entre el armario de los abrigos y la puerta principal. ¿Eso salía? ¿O entraba? ¡No lo sé! ¡Juro ante Dios que no lo sé! Los discos aparecían totalmente rayados y cubiertos de limo, los espejos se rompían… y los ruidos… los ruidos…

Se pasó la mano por el cabello.

–Me despertaba a las tres de la mañana y miraba la oscuridad y al principio me decía: «Es sólo el reloj.» Pero por debajo del tic-tac oía que algo se movía sigilosamente. Pero no con demasiado sigilo, porque quería que yo lo oyera. Era un deslizamiento pegajoso, como el de algo salido del fregadero de la cocina. O un chasquido seco, como el de garras que se arrastraran suavemente sobre la baranda de la escalera. Y cerraba los ojos, pensando que si oírlo era espantoso, verlo sería…

»Y siempre temía que los ruidos se interrumpieran fugazmente, y que luego estallara una risa sobre mi cara, y una bocanada de aire con olor a coles rancias. Y que unas manos se cerraran sobre mi cuello.

Billings estaba pálido y tembloroso.

–De modo que lo mudé. Verá, sabía que primero iría a buscarle a él. Porque era más débil. Y así fue. La primera vez chilló en mitad de la noche y finalmente, cuando reuní los cojones suficientes para entrar, lo encontré de pie en la cama y gritando: «El coco, papá… el coco…, quiero ir con papá, quiero ir con papá.»

La voz de Billings sonaba atiplada, como la de un niño. Sus ojos parecían llenar toda su cara. Casi dio la impresión de haberse encogido en el diván.

–Pero no pude. –El tono atiplado infantil perduró–. No pude. Y una hora más tarde oí un alarido. Un alarido sobrecogedor, gorgoteante. Y me di cuenta de que le amaba mucho porque entré corriendo, sin siquiera encender la luz. Corrí, corrí, corrí, oh, Jesús María y José, le había atrapado. Le sacudía, le sacudía como un perro sacude un trapo y vi algo con unos repulsivos hombros encorvados y una cabeza de espantapájaros y sentí un olor parecido al que despide un ratón muerto en una botella de gaseosa y oí… –Su voz se apagó y después recobró el timbre de adulto–. Oí cómo se quebraba el cuello de Andy. –La voz de Billings sonó fría y muerta–. Fue un ruido semejante al del hielo que se quiebra cuando uno patina sobre un estanque en invierno.

–¿Qué sucedió después?

Oh, eché a correr –respondió Billings con la misma voz fría, muerta–. Fui a una cafetería que estaba abierta durante toda la noche. ¿Qué le parece esto, como prueba de cobardía? Me metí en una cafetería y bebí seis tazas de café. Después volví a casa. Ya amanecía. Llamé a la policía aun antes de subir al primer piso. Estaba tumbado en el suelo mirándome. Acusándome. Había perdido un poco de sangre por una oreja. Pero sólo una rendija.

Se calló. Harper miró el reloj digital. Habían pasado cincuenta minutos.

–Pídale una hora a la enfermera –dijo–. ¿Los martes y jueves?

–Sólo he venido a contarle mi historia –respondió Billings–. Para desahogarme. Le mentí a la policía ¿sabe? Dije que probablemente el crío había tratado de bajar de la cuna por la noche y…, se lo tragaron. Claro que sí. Eso era lo que parecía. Un accidente, como los otros. Pero Rita comprendió la verdad. Rita… comprendió… finalmente.

–Señor Billings, tenemos que conversar mucho –manifestó el doctor Harper después de una pausa–. Creo que podremos eliminar parte de sus sentimientos de culpa, pero antes tendrá que desear realmente librarse de ellos.

–¿Acaso piensa que no lo deseo? –exclamó Billings, apartando el antebrazo de sus ojos. Estaban rojos, irritados, doloridos.

–Aún no –prosiguió Harper afablemente–. ¿Los martes y jueves?

–Maldito curandero –masculló Billings después de un largo silencio–. Está bien. Está bien.

–Pídale hora a la enfermera, señor Billings. Adiós.

Billings soltó una risa hueca y salió rápidamente de la consulta, sin mirar atrás.

La silla de la enfermera estaba vacía. Sobre el secante del escritorio había un cartelito que decía «Vuelvo enseguida».

Billings se volvió y entró nuevamente en la consulta.

–Doctor, su enfermera ha…

Pero la puerta del armario estaba abierta. Sólo una pequeña rendija.

–Qué lindo –dijo la voz desde el interior del armario–. Qué lindo.

Las palabras sonaron como si hubieran sido articuladas por una boca llena de algas descompuestas.

Billings se quedó paralizado donde estaba mientras la puerta del armario se abría. Tuvo una vaga sensación de tibieza en el bajo vientre cuando se orinó encima.

–Qué lindo –dijo el coco mientras salía arrastrando los pies.

Aún sostenía su máscara del doctor Harper en una mano podrida, de garras espatuladas.



Autor:  Stephen King