No espero ni solicito crédito
para el salvaje aunque simple relato que me dispongo a escribir. Estaría
verdaderamente loco si lo esperara, cuando mis propios sentidos rechazan su
evidencia. Sin embargo, loco no estoy, y, muy ciertamente, no estoy soñando.
Pero mañana puedo morir y hoy quisiera descomprimir mi alma. Mi propósito
inmediato es mostrar ante el mundo, llana, sucintamente y sin comentarios, una
serie de simples eventos hogareños. En sus consecuencias, estos eventos me han
aterrorizado, me han torturado, me han destrozado. Sin embargo, no trataré de
explicarlos. Si para mí han sido horribles; a otros les parecerán menos
terribles que barrocos. En el futuro, quizás, podrá hallarse alguna mente que
reduzca mi fantasma a lugares comunes; alguna mente más calma, más lógica y
bastante menos excitable que la mía, que percibirá en las circunstancias que yo
detallo con pavor, nada más que una sucesión ordinaria de causas y efectos muy
naturales. Desde mi infancia, me destaqué por la docilidad y humanidad de
carácter. La ternura de mi corazón era tan ilustre que llegó a convertirme en
objeto de burla de mis compañeros. Yo era especialmente aficionado a los animales,
y mis padres me permitían tener una gran variedad de mascotas. Con ellas yo
pasaba la mayor parte de mi tiempo, y nunca era tan feliz como cuando las
alimentaba y acariciaba. Esta particularidad de carácter creció con mi
desarrollo, y, en mi adultez, yo obtenía de eso, una de mis principales fuentes
de placer. A quienes han disfrutado el afecto de un perro fiel y sagaz, casi no
necesito explicarles la naturaleza o la intensidad de gratificación que de allí
se desprende. Hay algo en el amor desinteresado y abnegado de un animal que
llega directamente al corazón de quien ha probado con frecuencia la falsa
amistad y la voluble fidelidad del hombre. Me casé tempranamente, y fui feliz
de hallar en mi esposa una disposición que no contrariaba la mía. Observando mi
debilidad hacia las mascotas domésticas, ella no perdió oportunidad de
procurármelas de las mejores especies. Tuvimos pájaros, peces dorados, un perro
fino, conejos, un mono pequeño y un gato. Este último era un animal
notablemente grande y hermoso, totalmente negro, y de una sagacidad
sorprendente. Hablando de su inteligencia, mi esposa, que en el fondo era algo
supersticiosa, hizo frecuentes alusiones a una antigua noción popular que
consideraba a todos los gatos negros como brujas disfrazadas. No quiero decir
que lo creyera seriamente, lo menciono solamente por la simple razón de que,
justo ahora, lo recuerdo. Plutón –ése era el nombre del gato– era mi mascota
favorita y mi compañero de juegos. Yo solo lo alimentaba y él me seguía a
cualquier lugar al que yo fuese de la casa. Incluso me resultaba difícil poder
disuadirlo de que no me siguiese a través de las calles. Nuestra amistad duró,
de este modo, varios años, durante los cuales mi temperamento general y mi
carácter –a través de la intemperancia del demonio– hubo experimentado –me
sonrojo al confesarlo– una alteración radical hacia lo peor. Me hice, día a
día, más taciturno, más irritable, menos considerado de los sentimientos de los
otros. Me permití usar un lenguaje violento hacia mi esposa. Finalmente,
incluso le ofrecí violencia personal. Mis mascotas, por supuesto, sintieron el
cambio de mi disposición. No sólo las descuidaba, sino que las maltrataba. Para
Plutón, sin embargo, yo todavía conservaba consideración suficiente como para
reprimirme de maltratarlo, en tanto que no tenía escrúpulos para maltratar a
los conejos, al mono, o incluso al perro, cuando, por accidente, o por afecto,
se cruzaban en mi camino. Pero mi enfermedad se agravó –porque ¡qué enfermedad
es el alcohol!– y finalmente incluso Plutón, que ahora estaba envejeciendo, y
consecuentemente estaba algo malhumorado, comenzó a experimentar los efectos de
mi temperamento enfermo. Una noche, cuando regresaba a casa, de uno de mis
rodeos por la ciudad, me pareció que el gato evitaba mi presencia. Lo agarré;
al temer mi violencia, infligió una delgada herida sobre mi mano con sus
dientes. La furia de un demonio instantáneamente me poseyó. Ya no me conocí. Mi
alma originaria, pareció, enseguida, tomar vuelo de mi cuerpo; y una maldad más
que diabólica, nutrida de gin, hizo estremecer cada fibra de mi estructura.
Tomé del bolsillo de mi chaleco una navaja, la abrí, apresé a la pobre bestia
por la garganta, ¡y deliberadamente le saqué uno de sus ojos de la cuenca! Me
sonrojo, ardo, me estremezco, mientras escribo esta atrocidad infame. Cuando la
razón regresó con la mañana –cuando el sueño había disipado los vahos de la
lujuria de la noche– experimenté un sentimiento mitad de horror y mitad de
remordimiento por el crimen del cual había sido culpable; pero fue, en el mejor
caso, un sentimiento endeble y equívoco, y el alma permaneció intacta. Otra vez
me sumergí en el exceso, y pronto ahogué en el vino toda memoria del hecho.
Mientras tanto el gato
lentamente se recuperó. La cuenca del ojo perdido presentaba, es cierto, una
apariencia amedrentadora, pero parecía no sufrir más ningún dolor. Iba por la
casa usualmente, pero, como era esperable, huía con extremo terror ante mi
proximidad. Me quedaba aún bastante de mi antigua manera de ser, como para
sentirme agraviado por la antipatía evidente por parte de la criatura que una
vez me había amado. Pero este sentimiento pronto dio lugar a la irritación. Y
luego vino, como para mi ruina final e irrevocable, el espíritu de la
PERVERSIDAD. La filosofía no toma en cuenta este espíritu. Pero estoy tan
seguro de que mi alma vive, como lo estoy de que la perversidad es uno de los
impulsos primitivos del corazón humano – una de las facultades primarias
indivisibles, o sentimientos, que dan dirección al carácter del hombre–. ¿Quién
no se ha encontrado a sí mismo cometiendo una acción vil o necia, sin otra
razón que el saber que no debería hacerla? ¿No tenemos una inclinación
perpetua, a despecho de nuestro mejor razonamiento, de violar aquello que es
Ley, simplemente porque lo entendemos como tal? Este espíritu de perversidad,
como digo, trajo mi ruina final. Fue este insondable anhelo del alma por
vejarse, de violentar su propia naturaleza, de hacer el mal por el mal mismo
solamente, lo que me urgió a continuar y finalmente consumar la injuria que
había infligido a la inofensiva bestia. Una mañana, a sangre fría, deslicé un
lazo alrededor de su cuello y lo colgué en la rama de un árbol; lo colgué con
las lágrimas brotando de mis ojos, y con el remordimiento más amargo en mi
corazón; lo colgué porque sabía que me había amado, y porque sentía que no me
había dado razón de ofensa; lo colgué porque sabía que haciendo eso estaba
cometiendo un pecado – un pecado mortal que arriesgaría mi alma inmortal
poniéndola, si tal cosa fuera posible, incluso más allá del alcance de la
infinita misericordia del más misericordioso y terrible Dios.
La noche del día en que este
hecho cruel fue cometido, fui despertado del sueño por el crepitar del fuego.
Las cortinas de mi cama estaban en llamas. Toda la casa estaba ardiendo. Fue
con gran dificultad que mi esposa, un sirviente y yo mismo hicimos nuestro
escape de la conflagración. La destrucción fue completa. Toda mi fortuna
mundana fue devorada, y me resigné desde entonces a la desesperación. Estoy por
encima de la debilidad de buscar establecer una secuencia de causa y efecto
entre el desastre y la atrocidad. Pero estoy detallando una cadena de hechos, y
no deseo dejar incompleto ningún eslabón. Al día siguiente del incendio, visité
las ruinas. Las paredes, con una sola excepción, se habían desmoronado. Esta
excepción era un bloque de pared, no muy grueso, que se erigía en la mitad de
la casa, y contra el cual había descansado la cabecera de mi cama. El revoque
allí había resistido, en gran medida, la acción del fuego, hecho que atribuí a
que recientemente había sido extendido. Alrededor de esa pared una densa
multitud estaba reunida, y muchas personas parecían estar examinando una
porción particular de ella con atención minuciosa y vehemente. Las palabras
“extraño”, “singular” y otras expresiones similares excitaron mi curiosidad. Me
acerqué y vi, como si estuviera grabado un bajorrelieve sobre la superficie
blanca, la figura de un gato gigante. La impresión estaba dada con una
exactitud verdaderamente maravillosa. Había una soga alrededor del cuello del
animal. Cuando en un principio contemplé esta aparición, porque no podía
considerarla otra cosa, mi sorpresa y mi terror fueron extremos. Pero
finalmente la reflexión vino en mi auxilio. El gato, recordé, había sido
colgado en el jardín adyacente a la casa. Luego de la alarma de fuego, este
jardín había sido inmediatamente cubierto por la multitud, por alguien que
debería haber sacado al animal del árbol y haberlo tirado a través de mi ventana
abierta, dentro de mi cuarto. Probablemente esto se había hecho con vistas a
despertar mi sueño. La caída de las otras paredes había comprimido a la víctima
de mi crueldad dentro de la sustancia del revoque recién extendido; cuya cal,
junto con las llamas y el amoníaco del cadáver, había efectuado luego el
retrato que acababa de ver. Aunque de este modo prontamente rendí cuentas a mi
razón, no así a mi conciencia, porque el pasmoso hecho recién detallado no dejó
de hacer una profunda impresión en mi imaginación. Por meses no pude
desembarazarme del fantasma del gato; y, durante este período, volvió a mi
espíritu esa mitad de sentimiento que parecía, pero no era, remordimiento.
Incluso lamenté la pérdida del animal y me busqué, en los rodeos viles que ahora
habitualmente daba, otra mascota de la misma especie, y de apariencia un tanto
similar, con la cual reemplazar su lugar. Una noche cuando me senté, medio
estupefacto, en una guarida algo más que infame, mi atención fue súbitamente
captada por un objeto negro, reposando sobre la parte superior de uno de los
inmensos toneles de gin o de ron que constituían los muebles principales del
departamento. Yo había estado mirando firmemente la cima de este tonel por
algunos minutos, y lo que ahora me causaba sorpresa era el hecho de no haber
percibido antes el objeto que había allí arriba. Me acerqué y lo toqué con mi
mano. Era un gato negro –uno muy grande–, tan grande como Plutón, e íntimamente
semejante a él en todos los aspectos menos en uno. Plutón no tenía pelo blanco
sobre ninguna porción de su cuerpo; pero este gato tenía una gran, aunque
indefinida mancha de color blanco, cubriendo casi toda la región del pecho. Con
mi contacto, él inmediatamente se levantó, ronroneó sonoramente, se frotó
contra mi mano, y pareció deleitado con mi atención. Entonces, ésta era la
criatura que había estado buscando. Enseguida ofrecí comprárselo al dueño; pero
esta persona me contestó que ese gato no era suyo: no sabía nada de él, ni
nunca lo había visto antes. Continué con mis caricias, y cuando me preparé para
volver a casa, el animal reveló disposición para acompañarme. Le permití que
así lo hiciera; ocasionalmente deteniéndome y palmeándolo cuando avanzaba.
Cuando llegamos a casa lo domestiqué enseguida, y se convirtió inmediatamente
en el gran preferido de mi mujer. Por mi parte, pronto sentí cierto desagrado
hacia aquel animal. Esto era justo lo contrario de lo que yo había anticipado;
pero –sin saber cómo ni por qué– su afecto evidente hacia mí me disgustaba y me
irritaba. Con lentos progresos, estos sentimientos de disgusto e irritación se
elevaron hasta la amargura del odio. Evitaba a la criatura; cierto sentido de
vergüenza y remembranza de mi primer hecho de crueldad, me prevenía de abusar
físicamente de él. No lo golpeé por algunas semanas ni usé otra clase de
violencia con él; pero gradualmente –muy gradualmente– llegué a mirarlo con una
aversión inexpresable y huir silenciosamente de su odiosa presencia, como de un
aliento de pestilencia. Lo que acrecentó, sin duda, mi odio hacia la bestia,
fue el descubrimiento, la mañana posterior a que lo traje a casa, de que, como
Plutón, también había sido privado de uno de sus ojos. Esta circunstancia, sin
embargo, sólo hizo que mi esposa –quien como ya he dicho, poseía en un alto grado
esos sentimientos humanitarios que una vez había sido mi trato distintivo, y la
fuente de muchos de los placeres más puros y simples– lo quisiese más. Junto
con mi aversión hacia el gato, sin embargo, su debilidad hacia mí parecía
crecer. Seguía mis pasos con una pertinacia que sería difícil hacérsela
comprender al lector. Donde quiera que me sentara, él se agazapaba debajo de mi
silla, o saltaba sobre mis rodillas, cubriéndome con sus odiosas caricias. Si
yo me incorporaba para caminar, él se metía entre mis pies y, de este modo,
casi me tiraba, o fijando sus largas y arqueadas uñas en mi ropa, escalaba, de
este modo, hasta mi pecho. En tales ocasiones, aunque deseaba destruirlo con un
golpe, me reprimía de hacerlo, en parte por la memoria de mi primer crimen,
pero principalmente –permítanme confesarlo enseguida– por un pavor absoluto
hacia la bestia. Este pavor no era exactamente pavor a la maldad física, aunque
debería estar perplejo al definirlo de otro modo. Estoy casi avergonzado –sí,
incluso en esta celda de criminal–, estoy casi avergonzado de que el terror y
el horror que el animal me inspiraba se hayan avivado por una de las quimeras
más puras que se puedan concebir. Mi esposa me había llamado la atención, más
de una vez, sobre el carácter de la mancha de pelo blanco, la cual, como he
dicho, constituía la única diferencia visible entre la extraña bestia y la que
yo había destruido. El lector recordará que esta mancha, aunque larga, había
sido originalmente muy indefinida; pero, a través de lentos progresos
–progresos casi imperceptibles, y por los cuales por un tiempo prolongado mi
razón luchó por rechazarla como ilusoria– había, finalmente asumido una
distinción rigurosa de su contorno. Era la representación de un objeto que me
estremezco al nombrarlo –y por esto, por encima de todo, odié y temí, y me
hubiera desembarazado del monstruo, si me hubiera atrevido–; era ahora, como
digo, la imagen de una cosa espantosa, de una cosa horrible, ¡de la HORCA! ¡Oh,
funesta y terrible máquina del horror y del crimen, de la agonía y la muerte! Y
entonces yo era verdaderamente desventurado, más allá de la desventura de la
propia humanidad. ¡Pensar que una bestia, cuyo semejante había yo destruido
desdeñosamente, una bestia era capaz de producir tan insoportable angustia en
un hombre creado a imagen y semejanza de Dios! ¡Cuánta calamidad intolerable!
¡Ay! ¡Ni un día ni una noche más conocí la bendición del descanso! Durante el
comienzo, la criatura no me dejaba ni un momento solo; y, más tarde, salía yo a
cada hora de sueños de pavor inexpresable para encontrar el aliento caliente de
la cosa sobre mi cara, y su vasto peso –una encarnada pesadilla que no tuve el
poder de alejar– ¡inmerso eternamente sobre mi corazón! Bajo la presión de
tormentos como éstos, el débil vestigio de bondad dentro de mí sucumbió.
Pensamientos malvados convirtieron a los míos más íntimos en los más oscuros y
más malvados de los pensamientos. La irritabilidad de mi temperamento usual
creció hasta ser odio hacia todas las cosas y hacia toda la humanidad; mientras
tanto, de las explosiones súbitas, frecuentes e ingobernables de la furia a la
cual ahora me abandonaba ciegamente, mi esposa, que jamás protestaba, ¡ay!, fue
la más usual y paciente de las víctimas. Un día ella me acompañó, en una diligencia
de la casa, al sótano del viejo edificio que nuestra pobreza nos obligaba a
habitar. El gato me siguió escaleras abajo, y a punto estuvo de tirarme cabeza
a abajo, por lo cual me exasperó hasta la locura. Levantando mi hacha, y
olvidando, en mi cólera, el pavor infantil que hasta ahora había detenido mi
mano, dirigí un golpe hacia el animal que, por supuesto, hubiera resultado
instantáneamente fatal si hubiera descendido como yo lo deseaba. Pero este
golpe fue apresado por la mano de mi esposa. Incitado, por la interferencia,
dentro de un furor más que demoníaco, retiré mi brazo de su puño y sepulté el
hacha en su cerebro. Ella cayó muerta al instante, sin un gemido.
Cumplido este horrible
asesinato me entregué inmediatamente a la tarea de ocultar el cuerpo. Sabía que
no podría sacarlo de la casa, ni de día ni de noche, sin el riesgo de ser
observado por los vecinos. Muchos planes entraron en mi mente. En un momento,
pensé en cortar el cadáver en fragmentos diminutos, y destruirlos con fuego. En
otro, resolví cavar una tumba en el piso del sótano. Otra vez, deliberé sobre
tirarlo en el pozo del patio, o empaquetarlo en una caja, como si fuera
mercancía, con los preparativos usuales, y así conseguir un mandadero que se lo
llevara de la casa. Finalmente, di con lo que consideré sobradamente el mejor
recurso de cualquiera de éstos. Determiné emparedarlo en el sótano, tal como se
dice que los monjes emparedaban a sus víctimas. Para un propósito como éste, el
sótano estaba bien adaptado. Sus paredes estaban construidas flojamente, y
recientemente habían sido revocadas en toda su extensión, con un revoque mal
acabado, que la humedad de la atmósfera había impedido endurecer. Además, en
una de las paredes había un saliente, causado por una falsa chimenea que había
sido rellenada, para asemejarse al resto del sótano. No dudé que prontamente
podría remover los ladrillos en ese lugar, introducir el cadáver, y emparedar
todo como antes, de modo que ningún ojo pudiera detectar nada sospechoso. Y en
este cálculo no me engañé. Por medio de una palanca fácilmente disloqué los
ladrillos, y, habiendo depositado cuidadosamente el cuerpo contra la pared
interior, lo sostuve en esa posición, mientras que, con alguna dificultad,
recolocaba la estructura total como se extendía originalmente. Habiendo
obtenido argamasa, arena y fibras, con todas las precauciones posibles, preparé
un revoque que no podía distinguirse del antiguo, y con él muy cuidadosamente
cubrí el nuevo emplazamiento de ladrillos. Cuando terminé, me sentí satisfecho
de que todo estuviera en orden. La pared no presentaba la más leve apariencia
de haber sido alterada. La basura del piso fue recogida con cuidado minucioso.
Miré alrededor triunfalmente, y me dije “Aquí, al menos, mi labor no ha sido en
vano”. Mi próximo paso fue buscar a la bestia que había sido la causa de tanta
desdicha; porque, finalmente, había resuelto exponerla a la muerte. Si hubiera
sido capaz de encontrarla, en ese momento, no podría haber existido duda de su
destino; pero parecía que el ladino animal se había alarmado por la violencia
de mi cólera previa, y evitaba presentarse ante mi humor actual. Es imposible
describir, o imaginar, el profundo, el dichoso sentimiento de alivio que la
ausencia de la criatura detestada ocasionó en mi pecho. No apareció durante la
noche, y, de este modo, por una noche al menos desde su llegada a la casa,
dormí profunda y tranquilamente; ¡ay, dormí incluso con la carga del asesinato
sobre mi alma! Pasó el segundo y el tercer día, y todavía mi atormentador no vino.
Otra vez respiré como un hombre libre. ¡El monstruo, lleno de terror, había
huido de las dependencias para siempre! ¡No debería contemplarlo más! ¡Mi
felicidad era suprema! La culpa de mi oscuro hecho me perturbaba, pero poco.
Algunas pocas averiguaciones se habían hecho, pero éstas habían sido
prontamente respondidas. Incluso se había instituido una pesquisa, pero, por
supuesto, no se había descubierto nada. Yo estimaba mi felicidad futura como
algo seguro. El cuarto día después del asesinato, una brigada de policías vino,
inesperadamente, a la casa, y procedió otra vez a hacer una inspección rigurosa
de las dependencias. Seguro, sin embargo, de la inescrutabilidad del lugar de
mi escondite, no sentí ninguna turbación. Los oficiales me ofrecieron acompañarlos
en su búsqueda. No dejaron escondrijo o rincón sin explorar. Finalmente, por
tercera o cuarta vez, bajaron al sótano. No se me estremeció un músculo. Mi
corazón latía calmadamente como el de quien dormita en la inocencia. Recorrí el
sótano de una punta a la otra. Crucé mis brazos sobre el pecho, y vagué
sencillamente hacia adelante y hacia atrás. La policía estaba enteramente
satisfecha y se preparaba para partir. El gozo de mi corazón era demasiado
fuerte para reprimirse. Ardía por decir una palabra, como forma de triunfo, y
hacer doblemente segura su certeza de mi inculpabilidad. —Caballeros —dije
finalmente cuando la brigada ascendía los escalones—, me deleita haber
apaciguado sus sospechas. Les deseo salud y un poco más de cortesía. De paso,
caballeros, les aseguro que ésta, ésta es una casa muy bien construida. (En el
deseo rabioso por decir algo prontamente, apenas supe que estaba revelando
todo.) Puedo decir que es una casa excelentemente bien construida. Estas
paredes –¿se están yendo, caballeros?–, estas paredes están sólidamente
ensambladas. Y entonces, arrastrado por mi propia jactancia, golpeé pesadamente
con un bastón que sostenía en mi mano, sobre el lugar exacto del emplazamiento
de ladrillos detrás del cual se erigía el cadáver de la esposa de mi corazón.
¡Pero pueda Dios resguardarme y librarme de las fauces del archidemonio! ¡Tan
pronto como el eco de mis golpes se hundió en el silencio, una voz proveniente
de la tumba me respondió! Un llanto, al principio quebrado y sordo, como el sollozo
de un niño, y luego, rápidamente creciendo en un gran, sonoro y continuo
alarido, totalmente anómalo e inhumano –un aullido–, un chillido de
lamentación, mitad de horror y mitad de triunfo, tal como si hubiera emanado
del infierno, conjuntamente de las gargantas de los condenados en su agonía y
de los demonios que se regocijan en la condena. Hablar de mis pensamientos es
una tontería. Desvaneciéndome, me tambaleé hacia la pared opuesta. Por un
instante, la brigada permaneció paralizada por el terror, inmóvil sobre los
peldaños. Enseguida, una docena de brazos corpulentos estaba trabajando en la
pared. El cadáver, ya mayormente deteriorado y con coágulos de sangre, se
sostenía erecto ante los ojos de los espectadores. Sobre su cabeza, con la boca
roja extendida y el solitario ojo de fuego, estaba sentada la horrible bestia
cuyo arte me había seducido para el asesinato, y cuya voz informe me había
entregado al verdugo. ¡Yo había emparedado al monstruo dentro de la tumba!
Autor: Edgar Allan Poe
en mi país no sé a quién se le ocurrió la "brillante idea" de colocar en un mismo libro bilingüe de algunas decenas de páginas dos cuentos de poe ("el gato negro" y "el corazón delator") con desenlaces muy parecidos.
ResponderEliminarsi en el "gato negro" el asesino llega a tenerle tirria al ojo del gato y posteriormente mata a la esposa, la oculta en la pared y termina entregándose a la policía; en el "corazón delator", el asesino llega a tenerle tirria al ojo de un anciano al que posteriormente asesina y oculta bajo los tablones del piso, para luego, tras una crisis nerviosa, terminar entregándose a la policía.
no sé, que la editorial haya colocado juntos estos dos cuentos de poe tan parecidos en un librito, es como si quisiera dejar establecido que hasta poe se plagia a sí mismo.
ha sido muy buena tu elección para iniciar este mes de halloween.
postdata: mañana sábado publico mi post del tag.
un beso y feliz fin de semana.
Jajaja pobre Poe, pero los dos cuentos están muy buenos, aunque mi favorito de Poe es el cuervo. Genial amigo ya me pasare a ver tus respuestas ;)
EliminarUn beso y feliz fin de semana.
Un clásico del terror.
ResponderEliminar¿Qué es más terrorífico, la posibilidad sobrenatural, de un gato reencarnándose o la degradación del personaje? Degradación que lo lleva a herir a un gato que no le había hecho nada malo. Y luego ahorcarlo.
Y hasta llega a asesinar a la esposa.
Los gatos de Ulthar, de Lovecraft, otro cuento de terror con gatos.
Interesante elección.
Me gusta la portada de tu blog, con la pelirroja en la carroza de calabaza.
Besos hacia tu noche.
Este cuento y creo que varios de Poe muestra las locuras del ser humano, tanto su crueldad como su estado psicológico. Prepárate amigo que este es solo el comienzo en este mes de Halloween :3
EliminarUn beso.
Siempre es negro el gato, reminiscencias literarias, en algunas culturas no todos eran negros. Un abrazo escritora, sigue y completa el libro.
ResponderEliminarEstemmm e,é ojala sea una genia como Poe.
EliminarPoe con su impecable talento para hacernos disfrutar a la vez que nos incomoda. Siempre me ha despertado esa sensación de angustia y admiración al mismo tiempo. Leer a Poe, es como ver una película que aterra, pero no puedes apartar la vista. Sabía llegar a través de las letras a la perturbador mente de su lector y eso... eso sí asusta jaja
ResponderEliminarGracias por compartirlo por aquí, Tiffany.
Un beso!
Muy cierto, la imaginación es siempre la más terrorífica y la escritura de Poe logra eso.
EliminarUn beso.
Me gusta este fragmento: "Hay algo en el amor desinteresado y abnegado de un animal que llega directamente al corazón de quien ha probado con frecuencia la falsa amistad y la voluble fidelidad del hombre". Casualmente, hace poco releí este cuento para un examen final. El cambio de actitud del protagonista es perturbador.
ResponderEliminarAy si, no se si viste la película, pero si el cuento te perturba solo con la imaginación, imagínate viéndolo. Búscala, te la recomiendo.
EliminarUn beso.
Impresionante relato.
ResponderEliminarSaludos.
Es genial ¨*-*
EliminarSaludos Pitt
Hola, me encanta la diversidad de gustos, por eso mismo te digo que no es lo mio el genero de terror, y no es porque después no duerma, o tenga miedo, es que si puede ser evito escenas violentas, rocambolescas, o de alto contenido de tensión. Besos y disfruta del mes Haloowen.
ResponderEliminarHola Mari, siempre tienes que buscar tu historia de terror, no muchas son así y son una maravilla *-* para que puedas disfrutar este genero, que cuando encuentres el autor indicado lo vas a amar.
EliminarBesitos y feliz mes de Halloween.
Hola
ResponderEliminarEste cuento me gusta muchisimo, creo que es uno de mis favoritos de Poe, tú sí que nos metes en esto de Octubre chica.
Un beso
Jajaja y esperate lo que se vendrá más adelante Janet *-* esto solo es el comienzo :3
EliminarUn beso.
Un brillante relato de Sir Edgar Allan Poe, un grande sin duda, gracias por compartir Tiffany, abrazos.
ResponderEliminarUn genio *-*
EliminarAbrazos.
¡Fantástico relato!
ResponderEliminarUn detalle terrorífico para estos días.
Gracias por compartirlo.
Un beso, nos leemos.
Poe es una joyita para empezar este mes de Halloween, me alegra que lo hayas disfrutado *-*
EliminarUn beso linda.
Uy adoro esa historia, gracias por ponerla. Te mando un beso
ResponderEliminarGenial amiga *-*
EliminarUn beso.
Recuerdo haber leído ésta historia hace algunos años, hoy he vuelto a recordar la tensión e intriga de este relato de Poe, genial por cierto.
ResponderEliminarUn abrazo.
Lo mejor de leer terror <3
EliminarUn abrazo Ana.
¡Hola, Tiffany!
ResponderEliminarGracias por compartir el relato, hace años que no lo leía y ahora que ya estamos en octubre viene genial. No sé por qué nunca he buscado un libro de sus cuentos, pero en algún momento compraré uno porque me encanta.
Un beso☕💗
Hola Nati, y esperate los que se vendrán cada viernes de octubre ;)
EliminarUn beso.
Hola, Tiffany
ResponderEliminarEste es uno de mis favoritos, es un clasico sobre la disolución y la locura. Es muy similar a The Tell-Tale Heart, pero diferente en formas interesantes. Por un lado, esta historia se cuenta desde otra perspectiva tranquila. Gracias por compartir!
Un abrazo
Es similar pero no igual, es verdad que uno de los clásicos de Poe, pero casi todos los de Poe son un clásico jajaja a mi me encanta El Cuervo.
EliminarUn beso Yessy.