domingo, 27 de diciembre de 2020
Festejando un Año Nuevo al Estilo de Barbie 🌟
jueves, 24 de diciembre de 2020
Fiebre
El
chico no sentía nada de lo que enumeraba el médico. Ni dolor de cabeza, ni
escalofríos, ni mareos, ni nauseas. Nada. Estaba bien. No.
En
realidad, no estaba bien. Su temperatura era de 39 grados.
Afuera la tormenta cesaba y las nubes daban
paso a las estrellas. La lluvia veraniega había logrado descender lo suficiente
el caluroso clima de la ciudad, que se había ido caminando hasta el hospital. El
aguacero mojó su pelo y su espalda, sin conseguir que dejara de transpirar. Mientras
el doctor hacía el pedido de análisis de sangre, aquel paciente de nombre Tomás
se rascaba, sin darse cuenta, con nerviosismo la palma de la mano izquierda
hasta lastimarse. Una infección cutánea debía ser la causa de esa fiebre
repentina.
—Es
posible que sea una alergia o una intoxicación moderada lo que esté causando
esa temperatura—le dijo el doctor, al reparar en la comezón de Tomás y
pretendiendo que su paciente no se asustara—.Quizás por un alimento comprado en
la calle.
Tomás
se quedó pensativo. No recordaba haber comido algo inusual.
—Voy
a pedirle que se quede hasta que me entreguen los resultados de los análisis.
— ¿En
Noche Buena? ¿Hay gente trabajando en el laboratorio?
—Por
supuesto. La salud no entiende de festividades y nuestro trabajo no conoce
feriados.
—Pero...yo
no quiero pasar Navidad internado—protestó tímidamente Tomás.
—Lo
siento por usted, pero el termómetro no miente.
— ¿Si
baja la fiebre me puedo ir?
—Tomará
unos medicamentos, esperaremos los resultados de los análisis y después vemos
que pasa.
Las
paredes del sanatorio llenas de campanas, angelitos, estrellas de papel dorado
estaban ahí para personas como Tomás, que justo se enfermaban el día más feliz
del año. Tomás siguió al médico fijándose en cada de talle de esos adornos.
Entró a la habitación y se quitó la chaqueta de algodón bastante gastada y con
manchas. Se dejó puesta una camiseta blanca con mangas cortas que apenas
ocultaba las venditas en los brazos que le indicaban que esa comezón llevaba
varias horas molestándolo. La enfermera le puso el suero, y se fijó en la palma
enrojecida de la mano. Ya roja de tanto que se rascaba. No había señales de
ampollas.
— ¿No
habrás tocado algo...en la calle?
— ¿Algo
cómo qué?—le preguntó Tomás a la enfermera.
—Alguna
cosa contaminada o sucia... ¿De qué trabajas?
Tomás
se quedó callado. La enfermera suspiró. No tenía paciencia para malcriados.
Muchos le mentían a diario. Negaban la ingesta de pastillas o preferían
esconder el lugar donde se habían metido a pesar de que esa información
facilitaba el trabajo del médico.
Iba
a salir de la habitación cuando Tomás le respondió:
—Soy
sepulturero.
La
enfermera se estremeció. El chico no tendría ni veinte años, era bien parecido.
Lo último que supondría cualquier persona al verlo era que se dedicaba a
enterrar ataúdes, y como todos, la enfermera imaginaba la apariencia de un sepulturero
como un viejo famélico con barba mal afeitada y medio encorvado. Un infortunado
que nunca soltaba su pala.
—Ese
dato es muy importante—dijo, la enfermera—, vas a tener que decirnos a quienes
enterraste hoy y en la semana.
—Nunca
me enfermé por mi trabajo. Nada más tengo un poco de fiebre por el calor.
—Son
casi 40 grados—replicó la mujer.
Tomás
se negó a seguir hablando. Y enseguida, aparecieron los encargados de sacarle
sangre, después de todo, dijera lo que dijese eran los análisis los que
revelarían la verdad.
—Acá
siempre descubrimos la verdad—sentenció la enfermera.
Tomás
pensó en la verdad. Y mientras más pensaba en ella más ganas tenía de irse.
Pero
no deseaba irse por miedo al hospital. Era Navidad, quería ver a la gente
cantando en la plaza. No quería estar encerrado en una sala. Quieto en una
cama. Si no fuera porque le picaba tanto la mano. Había acudido al hospital
solamente por curiosidad, para ver si lo ayudaban y ahora lo tenían en
observación.
Cuando pasaron unos treinta minutos decidió irse sin avisar. Se quitó con cuidado la aguja del suero y se vistió. Abrió la puerta y comenzó a caminar. No había en los pasillos el ajetreo normal de cualquier otro día.
Menos
personas yendo y viniendo era mejor para Tomás. Escuchó las voces de unos
niños, se notaba que habían recibido la visita de Santa Claus, o de alguien
vestido como él. Tomás sonrió, que suerte que ellos pudieran recibir regalos. Esa mínima distracción le jugó en contra. La
enfermera lo alcanzó y lo amenazó con llamar a seguridad si no regresaba de
inmediato al cuarto. La cara de Tomás se puso tan pálida que la profesional le
advirtió que su cuerpo indicaba claramente que él no estaba bien. Para colmo,
la picazón le sobrevino en otras partes: la nuca, el pecho, la frente.
El
médico lo miró alarmado, cuando comprobó que su piel enrojecía con más
intensidad y además la fiebre aumentaba.
—Vamos
a tener que buscar a su jefe para que nos informen de la gente que enterró esta
semana. Posiblemente haya tenido contacto con un virus.
Esa
enfermera lo había delatado. Ahora conocían donde realizaba su trabajo.
—No
es nada de eso—protestó Tomás.
—Es
obvio que está sufriendo de una infección en la piel.
—Si
usted supiera, no le preocuparía que me rasque tanto.
El
médico se puso serio y exclamó:
—Mejor
dígame si hizo alguna cosa extraña hace pocas horas.
—Quiero
ver a la gente cantar bajo el árbol de Navidad—reclamó Tomás sin dejar de
rascarse.
—No se
puede ir a ningún lado.
Tomás
se sentó en la cama. Porque al estar acostado la espalda también le picaba.
—Me
voy a ir—murmuró.
La
enfermera entró con una hoja de papel. Era el resultado de los análisis.
— ¡Y
esto! —Chilló el facultativo— ¿Les dio por hacerme una broma navideña?
—No es un error—contestó la enfermera—Los
resultados son esos...todo está en cero.
Tomás
se puso más colorado y finalmente confesó.
—Mi
sangre no es humana aunque sea del mismo color— Y comenzó a quitarse de a tiras
pedazos de piel de su cuerpo hasta que no quedó más que una epidermis lechosa
con algunas escamas sobre su cuello y hombros—.Es la piel de un muerto la que
llevo puesta, por eso me pica tanto.
La
pila de piel humana entre rojiza y amarillenta quedó a los pies del demonio. Cuando
se libró del cabello rubio que cubría su cabeza, el doctor y la enfermera
vieron que su cabeza real poseía un pelo blanco similar a un plumón pegajoso y sobre
la frente resaltaban dos cuernos del color del marfil. Eran cortos, como si
hubiesen brotado en su cabeza al librarse de la falsa cabellera, pero que
amenazaban con crecer bastante más.
—Soy
un demonio. Del tipo de demonios que suele estar en los cementerios. A nadie se
le ocurre pensar que ángeles y demonios caminan entre las tumbas. Me gustan los
rituales de los humanos y en especial, saber acerca de esas fiestas donde
cantan y comen pensando que la felicidad durará para siempre. Yo nunca puedo
ver lo que hace la gente en Navidad. Eso se lo reservan para los ángeles y no
creo que sea justo. Me vestí con la piel de un chico de mi tamaño que murió
anoche. Pero cuando quise llegar a la plaza me di cuenta de que tenía fiebre y
alguien me dijo que viniera al hospital.
Puso
los dedos sobre sus ojos y con cuidado se quitó los globos oculares que no le
pertenecían. Cayeron al piso ante la mirada aterrorizada del médico y la
enfermera y rodaron hasta un rincón.
Un
poco de sangre salió de lo que parecían ser sus fosas nasales y se limpió con
el revés de la mano.
—Ya
no me sirve—le dijo al médico—. Necesito de otro cuerpo para poder moverme
entre la gente.
Una
hora después, justo cuando el reloj marcaba la medianoche y sonaban las
campanas anunciando el nacimiento del niño Jesús, la enfermera se hallaba en la
plaza cantando alegremente unos villancicos; desafinando un poco y
equivocándose en algunos versos, pero sin perder por eso la alegría de
compartir aquel instante con tantas personas.
Una
compañera del hospital la reconoció y le dijo:
— ¡Hola,
Estela! ¡FELIZ NAVIDAD! Qué bien que pudiste venir...pero mujer, estás muy
colorada parece que tienes fiebre.
—Es
solamente un poco de alergia—le respondió, Estela.
Autora: Adriana Cloudy ©