Todo comenzó con Gracie (mi esposa durante casi cuarenta años) que deseaba dar a Rodney permiso para pasar una temporada de vacaciones, y la cosa acabó conmigo en una situación por completo imposible. Se lo voy a contar si no le importa, porque tengo que decírselo a alguien. Naturalmente, he cambiado los nombres y los detalles para nuestra propia protección.
Ocurrió hace
exactamente un par de meses, a mediados de diciembre, cuando Gracie me dijo:
—¿Por qué no
le das permiso a Rodney para disfrutar una temporada de vacaciones? ¿Por qué no
debería celebrar también las navidades?
Recuerdo que
en aquel momento no tenía enfocada mi óptica (existe una gran cantidad de
alivio dejando que las cosas se pongan neblinosas cuando se desea descansar o,
simplemente, escuchar música), pero las enfoqué rápidamente para ver si Gracie
sonreía o guiñaba de alguna manera el ojo. En realidad, tampoco es que tenga
demasiado sentido del humor.
No sonreía.
Tampoco guiñaba el ojo.
—¿Por qué
demonios iba a concederle un permiso?
—¿Y por qué
no?
—¿Se te
ocurre dar vacaciones al frigorífico, al esterilizador, al holovisor?
¿Deberíamos apagar el generador de corriente?
—Vamos,
Howard —respondió—. Rodney no es un frigorífico ni un esterilizador. Es
una persona.
—No es una
persona. Es un robot. No desearía unas vacaciones.
—¿Y cómo lo
sabes? Y claro que es una persona. Se merece la oportunidad de descansar y
disfrutar de una atmósfera de vacaciones.
No iba a
discutir con ella que aquella cosa fuese una «persona». Supongo que conocerá
esas encuestas en las que se indica que a las mujeres es más probable que no
les gusten o tengan miedo a los robots de como les ocurre en igualdad de
circunstancias a los hombres. Tal vez esto se deba a que los robots tienden a
efectuar lo que, en un tiempo, en los malos tiempos, se llamaba «trabajo de
mujeres» y las mujeres teman convertirse en unos seres sin utilidad, aunque
siempre pensé que eso debería encantarles. En cualquier caso, Gracie sí
está encantada y, simplemente, adora a Rodney. (Ésta es su expresión al
respecto. Un día sí y otro también no cesa de repetir: «Adoro a Rodney.»)
Debe
comprender que Rodney es un robot anticuado, que hemos tenido con nosotros ya
durante siete años. Fue ajustado para adecuarse a nuestra anticuada casa y a
nuestras anticuadas maneras de ser, y yo mismo me encuentro del todo complacido
con él. A veces pienso en conseguir uno de esos empleos modernos y elegantes,
en que todo se halla automatizado, como el que tiene nuestro hijo, DeLancey, pero
es algo que Gracie nunca acabaría por poder resistir.
Pero luego
pensé en DeLancey y dije:
—¿Cómo le
vamos a dar vacaciones a Rodney, Gracie? DeLancey va a venir con su maravillosa
esposa. (Yo siempre empleo esa expresión de «maravillosa» en un sentido sarcástico,
pero Gracie nunca se da cuenta; resulta asombroso cómo insiste siempre en
buscar el lado bueno de las cosas, incluso cuando éste no existe.) ¿Y cómo
vamos a tener la casa en buena forma, y conseguir la comida y todo lo demás sin
Rodney?
—Pero precisamente
si se trata de eso —se apresuró a responder—. DeLancey y Hortense podrían
traer su robot y éste lo hará todo. Ya sabes que no aprecian mucho a
Rodney, y les gustaría sobremanera mostrar lo que puede hacer él de ellos. Así
Rodney descansará.
Gruñí y dije:
—Si eso te
hace feliz, supongo que podemos hacerlo. Sólo será cosa de tres días. Pero no
quiero que Rodney se imagine que va a tener siempre vacaciones.
Naturalmente,
se trataba de otra broma, pero Gracie se limitó a responder con rapidez:
—No, Howard,
hablaré con él y le explicaré que esto sólo ocurrirá de vez en cuando.
Ella no
comprende por completo que Rodney se halla controlado por las Tres Leyes de la
Robótica y que no hay que explicarle nada.
Por lo tanto,
tuve que esperar a DeLancey y Hortense, y me dio la sensación de tener el
corazón en un puño. DeLancey es mi hijo, como es natural, pero es un individuo
muy móvil y de los que están siempre en la cumbre. Se casó con Hortense porque
ésta tenía excelentes conexiones en el mundo de los negocios y podía ayudarle
en su ascenso hacia la cumbre. Por lo menos había esto, y en ello confiaba,
porque si tiene alguna otra virtud jamás he llegado a descubrirla.
Aparecieron
con su robot dos días antes de Navidad. El robot relucía tanto como Hortense y
parecía igual de duro. Le habían sacado el brillo para que resaltara al máximo
y no exhibía en absoluto el aspecto torpón de Rodney. El robot de Hortense
(estoy seguro de que había sido ella la que dictara su diseño) se movía
absolutamente en silencio. Por una razón que no acabé de captar, estaba siempre
detrás de mí, produciéndome casi un ataque al corazón cada vez que me daba la
vuelta y tropezaba con él.
Pero aún
resultó peor que DeLancey se trajera a su hijo de ocho años, LeRoy. Ahora es mi
nieto, y puedo dar fe acerca de la fidelidad de Hortense porque estoy seguro de
que nadie la tocaría de forma voluntaria. Pero tengo también que admitir que el
meterle a él en un mezclador de hormigón le mejoraría de una manera inacabable.
Lo primero
que él hizo fue preguntar si habíamos enviado a Rodney a la unidad de
reclamación de metales. (Él lo llamaba el «lugar de la juerga».) Hortense
olisqueó y dijo:
—Dado que
traemos un robot moderno, confío en que mantengas fuera de la vista a Rodney.
Yo no dije
nada, pero Gracie sí intervino:
—Claro que
sí, querida. En realidad, le hemos dado vacaciones a Rodney.
DeLancey hizo
una mueca, pero no respondió. Conocía muy bien a su madre.
Yo medié,
pacíficamente:
—Supongo que
para empezar podíamos ordenarle a Rambo que nos preparé algo bueno para beber,
¿no os parece? Café, té, chocolate caliente, un poco de coñac…
Rambo era el
nombre de su robot. No conozco la razón de que todos tengan que empezar por R.
No existe ninguna ley al respecto, pero supongo que ya se habrá dado cuenta por
sí mismo de que casi todos los robots tienen un nombre que empieza con R. Esa R
supongo que tendrá que ver con robot. El nombre más corriente suele ser Robert.
Deben de haber más de un millón de robots que se llamen Robert, tan sólo en el
corredor del Nordeste.
Y,
francamente, mi opinión es que ésta es la razón de que los nombres de pila
humanos ya no empiecen por R. Hay Bob y Dick, pero no se encuentra ni Robert ni
Richard. También hay Posy y Trudy, pero no Rose ni Ruth. A veces tropiezas con
algunas R fuera de lo corriente. Conozco a tres robots que se llaman Rutabaga,
y dos Ramsés. Pero Hortense es la única que yo sepa que ha llamado a su robot
Rambo, una combinación silábica que no he encontrado nunca. Tampoco me ha
gustado nunca saber el por qué. Estoy seguro de que la explicación demostraría
ser de lo más desagradable.
Rambo probó
desde el principio carecer de cualquier utilidad. Naturalmente, estaba
programado para llevar la casa de DeLancey/Hortense, y era de lo más moderno y
de lo más automatizado. Para preparar unas bebidas en su propio hogar, todo lo
que tenía que hacer Rambo consistía en apretar los botones apropiados. (¡Me
gustaría que me explicasen para qué alguien necesita un robot que sólo apriete
botones!)
Es lo que él
dijo. Se volvió hacia Hortense y manifestó con una voz de muñeca (no se trataba
de la voz de chico de ciudad de Rodney, con sus atisbos de acento de Brooklyn):
—Señora, el
equipamiento no es el adecuado.
Y Hortense
dio al instante un bufido:
—¿Quieres
decir, abuelo, que aún no tenéis una cocina robotizada?
(Hasta que
nació LeRoy no se me dirigía a mí con ningún nombre en absoluto, aullando como
es natural; pero luego, de pronto, me comenzó a llamar «abuelo». Naturalmente,
nunca me llamó Howard. Eso me mostraría que yo era humano, o, más
improbablemente, que ella era humana.)
Dije:
—En realidad,
está robotizada cuando Rodney se ocupa de la cocina.
—Eso me
parece —respondió—. Pero ya no vivimos en el siglo XX, abuelo.
Pensé: «Eso
es lo que me gustaría a mí.»
Pero me
limité a responder:
—Podrías
programar a Rambo para que pusiese en marcha nuestros controles. Estoy seguro
de que puede verter y mezclar y calentar y hacer cualquier otra cosa que
resulte necesaria.
—Estoy segura
de que sí podría hacerlo —repuso Hortense—, pero gracias a los Hados no tiene
por qué hacerlo. No voy a interferir en su programación. Eso le convertiría en
menos eficiente.
Gracie
intervino, preocupada, pero amistosa:
—Si no
podemos interferir en su programación, en ese caso simplemente deberíamos
impartirle instrucciones, paso a paso, pero yo no sé cómo se hace. Nunca lo he
hecho.
Yo dije:
—Se lo podría
explicar Rodney.
Gracie
terció:
—Oh, Howard,
hemos dado vacaciones a Rodney.
—Lo sé, pero
no le vamos a pedir que haga algo. Sólo le diremos a Rodney lo que hay que
hacer, y luego quien lo haría sería Rambo.
En este
momento intervino Rambo:
—Señora, no
hay nada en mi programación o en mis instrucciones en donde resulte obligatorio
para mí el aceptar órdenes dadas por otro robot, especialmente por uno que es
un modelo más anticuado.
Hortense
intervino de nuevo, siempre con suavidad:
—Claro que
no, Rambo. Estoy segura de que el abuelo y la abuela lo comprenden.
(Me percaté
de que DeLancey no pronunciaba una sola palabra. Me pregunté si alguna vez
habría dicho lo más mínimo estando su esposa presente.)
Dije:
—Muy bien.
Verás lo que podemos hacer. Le pediré a Rodney que me diga a mí las
cosas y yo luego se las explicaré a Rambo.
Rambo no
replicó nada ante esto. Incluso Rambo está sujeto a la Segunda Ley de la
Robótica, que le hace del todo obligatorio el obedecer las órdenes de los
humanos.
Los ojos de
Hortense se entrecerraron y supe que le hubiera gustado decirme que Rambo era
un robot lo suficientemente ajustado como para que se le impartieran órdenes
acerca de las cosas que me gustasen a mí, pero un atisbo de algo distante y
rudimentariamente casi humano le impedía hacer algo así.
El pequeño
LeRoy no se hallaba sometido a unas restricciones casi humanas.
Dijo:
—No quiero
tener que ver la espantosa jeta de Rodney. Estoy seguro de que no sabe
hacer nada, y si lo hace el abuelito se va a equivocar por completo.
Pensé que
sería algo de lo más agradable el poder estar a solas con el pequeño LeRoy,
durante cinco minutos, para poder razonar calmadamente con él, con un ladrillo,
pero el instinto de madre le decía siempre a Hortense que no debía dejar nunca
a solas a LeRoy con un ser humano de cualquier clase.
Realmente, no
había nada que hacer excepto sacar a Rodney de su nicho en el armario donde
había estado disfrutando de sus propios pensamientos (me pregunto si un robot
tiene pensamientos propios cuando está a solas) y ponerle a la obra. Aquello
resultó muy duro. Mi robot tenía que decir una frase, luego yo debía repetir la
misma frase y, a continuación, Rambo hacia esto o aquello, luego Rodney decía
otra frase, y así indefinidamente.
Todo aquello
costó el doble de tiempo que si Rodney lo hubiera hecho todo por sí mismo, y
aquello me sacó de mis casillas, puedo jurárselo, porque las cosas tuvieron que
hacerse así: usar el lavavajillas/esterilizador, cocinar el festín de Navidad,
limpiar el revoltillo de encima de la mesa o del suelo, en fin todo.
Gracie siguió
quejándose porque se habían echado a perder por completo las vacaciones de
Rodney, pero no pareció percatarse en ningún momento de que lo mismo había
sucedido con las mías. De todos modos, siempre he admirado a Hortense por la
forma en que dice algo desagradable en cualquier momento en que ello resulta
necesario. Me di cuenta, en particular, de que nunca llegaba a repetirse.
Cualquiera puede mostrarse desagradable, pero el convertirse en continuadamente
creativo en ser desagradable me llenaba de un perverso deseo de aplaudir alguna
que otra vez.
Pero,
realmente, lo peor de todo se produjo en Nochebuena. Ya se había colocado el
árbol y yo me encontraba agotado. No poseíamos un tipo de situación en que una
caja automatizada de adornos pudiese colocarse en un árbol electrónico, y que
con sólo apretar un botón se obtuviese como resultado una instantánea y
perfecta distribución de los adornos. En nuestro árbol (confeccionado de un
ordinario y anticuado plástico), los adornos debían colocarse uno a uno, y a
mano.
Hortense
pareció trastornada, pero yo dije:
—En realidad,
Hortense, esto significa que puedes mostrarte creativa y realizar una
disposición del conjunto completamente propia.
Hortense hizo
unos ruidos con las narices, que más bien parecieron el rascar de unas garras
sobre una pared burdamente encalada, y salió de la habitación con una expresión
del todo obvia de náuseas en su rostro. Me incliné hacia su espalda en
retirada, contento de ver cómo se marchaba, y luego comenzó la tediosa tarea de
escuchar las instrucciones de Rodney e írselas pasando a Rambo.
Cuando todo
acabó, decidí descansar mis doloridos pies y mente, sentándome en un butacón en
un rincón alejado y poco iluminado de la estancia. Casi había conseguido
acomodar mi reventado cuerpo en el sillón, cuando entró el pequeño LeRoy.
Supongo que no me vio, o, una vez más, me había simplemente ignorado como si yo
constituyese sólo la parte menos importante e interesante de los muebles que
alhajaban la habitación.
Lanzó una
mirada desdeñosa hacia el árbol, y le dijo a Rambo:
—Oye, ¿dónde
están los regalos de Navidad? Supongo que el abuelito y la abuelita me han
preparado unos de los más piojosos, pero no quiero tener que esperar hasta
mañana por la mañana para tenerlos.
Rambo
respondió:
—No sé dónde
están, amito.
—¡Vaya!
—repuso LeRoy.
Volviéndose
hacia Rodney, le dijo:
—Y qué pasa
contigo, cara sucia. ¿Sabes dónde se encuentran los regalos?
Rodney se
hubiera encontrado en los límites de su programación, de haberse negado a
contestar a una pregunta, basándose en no saber que se estaban dirigiendo a él,
puesto que su nombre era el de Rodney. Y no el de Cara sucia. Estoy casi seguro
de que ésta podría haber sido la actitud de Rambo. Sin embargo, Rodney estaba
hecho de otra pasta.
Respondió
educadamente:
—Sí, lo sé,
amito.
—¿Así que
dónde están, vomitona rancia?
Rodney
replicó:
—No creo que
sea prudente el decírtelo, amito. Eso disgustaría a Gracie y a Howard, a los
que les gustaría entregarte los regalos personalmente mañana por la mañana.
—Escucha —le
dijo el pequeño LeRoy—, ¿quién te crees que eres para hablarme de esa manera,
robot idiota? Te acabo de dar una orden. Y tienes que traerme esos regalos.
Y en un
intento de mostrar a Rodney quién era realmente el amo, propinó al robot una
patada en la espinilla.
Aquello fue
un error. Yo lo había previsto un segundo antes de que ocurriera, y aquél fue
un segundo de lo más delicioso. A fin de cuentas, el pequeño LeRoy ya estaba
preparado para irse a la cama (aunque dudaba de que nunca estuviese preparado
para irse a la cama antes de hallarse a gusto y dispuesto a ello). Por lo
tanto, llevaba zapatillas. Y, lo que es más, la zapatilla se le salió del pie
al dar la patada, por lo que acabó estrellando con toda la fuerza los desnudos
dedos de su pie contra el sólido metal de acero cromado que constituía la
espinilla del robot.
Se cayó al
suelo aullando, y al instante se presentó allí su madre:
—¿Qué pasa,
LeRoy? ¿Qué te ocurre?
En aquel
momento el pequeño LeRoy tuvo la inmortal cara dura de gritar:
—Me ha
golpeado. Ese viejo monstruo de robot me ha golpeado.
Hortense
empezó a chillar. Me vio y me vociferó:
—Hay que
destruir ese robot tuyo.
—Vamos,
Hortense —repliqué—. Un robot no puede golpear a un niño. Lo prohíbe la Primera
Ley de la Robótica.
—Pero se
trata de un robot viejo, de un robot estropeado. LeRoy lo dice.
—LeRoy
miente. No existe ningún robot, por viejo o estropeado que pueda estar, que
llegue a golpear a un niño.
—Él lo
hizo. Abuelito, él lo hizo —aulló LeRoy.
—Quisiera
haberlo hecho yo mismo —respondí en voz baja—, pero ningún robot me lo hubiera
permitido. Pregúntalo tú misma. Pregúntale a Rambo si se hubiera quedado quieto,
en el caso de que Rodney o yo hubiésemos pegado a tu hijo. ¡Rambo!
Di la orden y
Rambo contestó:
—Yo no
hubiera permitido que se le hubiese hecho ningún daño al amito, señoras, pero
no sé tampoco qué se proponía. Le propinó a Rodney una patada en la espinilla
con el pie desnudo, señora.
Hortense
jadeó y los ojos casi se le salieron de las órbitas, tal era su furia.
—En ese caso,
habría alguna buena razón para hacerlo. Sigo queriendo que se destruya tu
robot.
—Vamos,
Hortense. A menos que quieras estropear la eficiencia de tu robot intentándolo
reprogramar para mentir, será un excelente testigo de todo cuanto precedió al
puntapié. Lo cual no ha dejado de ser un gran placer para mí.
Hortense se
fue al día siguiente, llevándose con ella a un LeRoy con el rostro pálido
(resultó que se había roto un dedo del pie, algo que no había dejado de tener
bien merecido), y del siempre privado del habla DeLancey.
Gracie se
retorció las manos y les imploró que se quedasen, pero yo observé su marcha sin
la menor emoción. No, esto es mentira. Miré cómo se iban con montañas de
emociones y todas ellas placenteras.
Más tarde le
dije a Rodney, cuando Gracie no se hallaba presente:
—Lo siento,
Rodney. Han sido unas navidades horribles, y todo ello porque hemos intentado
pasarlas sin ti. Te prometo que eso no sucederá nunca más.
—Gracias,
señor —repuso Rodney—. Debo admitir que ha habido varias veces durante esos
días en que desee con todas mis fuerzas que no existiesen las Leyes de la
Robótica.
Sonreí y
asentí con la cabeza, pero aquella noche me desperté en lo más profundo de mis
sueños y comencé a preocuparme. Y he estado preocupándome a partir de entonces.
Admito que
Rodney se vio probado al máximo, pero un robot no puede desear que
las leyes de la Robótica no existan. No puede hacerlo, sean cuales sean las
circunstancias.
Si informo de
esto, indudablemente Rodney será desmontado, y si como recompensa nos facilitan
un robot nuevo, Gracie, simplemente, nunca me lo perdonaría. ¡Nunca! Un robot,
por nuevo que fuese, por talento que tuviese, no llegaría jamás a reemplazar a
Rodney en su afecto.
En realidad,
nunca me perdonaría a mí mismo. Dejando aparte mi propia relación con Rodney,
no podría soportar el conceder a Hortense semejante satisfacción.
Pero, si no
hago nada, viviré con un robot capaz de desear que no existan las leyes de la
Robótica. Desde el momento de desear que no existan a obrar como si realmente
no existiesen, sólo existe un paso. ¿En qué momento dará ese paso y en qué
forma revelará que ya lo ha dado?
¿Qué debo hacer?
¿Qué debo hacer?



No hay comentarios:
Publicar un comentario