Para llegar hasta el comedor, había que atravesar hileras de
puertas que daban sobre un corredor estrechísimo y frío, con paredes
recubiertas de algunas plantas verdes que encuadraban la puerta del excusado.
En el comedor había manteles muy manchados y sillas de Viena donde se habían
sentado muchas mujeres y profesores gordos.
Madame. Renard, la dueña de la pensión, recorría el corredor
golpeando las manos y contemplaba a los pensionistas a la hora de las comidas.
Había un profesor de griego que miraba fijamente, con miedo de caerse, el
centro de la mesa; había un jugador de ajedrez; un ciclista; había también un
vendedor de estatuas y una comisionista de puntillas, acariciando siempre con
manos de ciega las puntas del mantel. Un chico de siete años corría de mesa en
mesa, hasta que se detuvo en la del vendedor de estatuas. No era un chico
travieso, y sin embargo una secreta enemistad los unía. Para el vendedor de
estatuas aun el beso de un chico era una travesura peligrosa; les tenía el
mismo miedo que se les tiene a los payasos y a las mascaritas.
En un corralón de al lado el vendedor de estatuas tenía su
taller. Grandes letras anunciaban sobre la puerta de entrada: “Octaviano
Crivellini. Copias de estatuas de jardines europeos, de cementerios y de
salones”; y ahí estaba un batallón de estatuas temibles para los compradores
que no sabían elegir. Había mandado construir una pequeña habitación para poder
vivir confortablemente. Mientras tanto vivía en la casa de pensión de al lado y
antes de dormirse les decía disimuladamente buenas noches a las estatuas.
Sentado en la mesa del comedor Octaviano Crivellini era un
hombre devorado de angustias. Estaba delante de los fiambres desganado y
triste, repitiendo: “No tengo que preocuparme por estas cosas”, “No tengo que
preocuparme por estas cosas”.
El chico de siete años se alojaba detrás de la silla y con
perversidad malabarista le daba pequeñas patadas invisibles, y esta escena se
repetía diariamente; pero eso no era todo.
Las patadas invisibles a la hora de las comidas, las hubiera
podido soportar como picaduras de mosquitos de otoño, terribles y tolerables
porque existe el descanso del mosquitero por la noche, las piezas sin luz y el
alambre tejido en las ventanas, pero las diversas molestias que ocasionaba
Tirso, el chico de siete años, eran constantes y sin descanso. No había adónde
acudir para librarse de él. Debía de tener una madre anónima, un padre
aterrorizado que nadie se atrevía a interpelar.
Hacía ya una semana de aquella noche en que se había
escapado de la casa detrás de él. Sin duda lo había visto repartir besos con un
movimiento habitual de limpieza sobre las cabezas de yeso que se movían en la
noche con frialdad de estrella. Tirso se rió destempladamente y cabalgó sobre
un león con melena suelta y abultada. La luna hacía de la tierra un lago
relleno de sombras donde lloraban ángeles de cementerio, alguna Venus de ojos
vacíos, alguna Diana Cazadora corriendo contra el viento, algún busto de
Sócrates.
Octaviano, al ver a Tirso cabalgando sobre uno de sus leones
preferidos, abrevió rápidamente su despedida nocturna y se fue abrumado de
vergüenza y terror. Tirso, creyendo que el vendedor inmóvil de estatuas no lo
había visto, sintió que tenía un poder prodigioso de invisibilidad, y volvió a
acostarse en puntas de pie con la sensación de haber presenciado un milagro.
Desde ese día, todas las noches lo había seguido hasta el corralón, se había
familiarizado con las estatuas, con las manos y los pies de yeso guardados en
los armarios, con los perros blancos. Octaviano en cambio se había distanciado
de sus estatuas, las limpiaba ahora con escasas caricias delante del chico.
Tirso empezó a cansarse de ese don de invisibilidad del que
gozaba desde hacía poco tiempo. El jugador de ajedrez le había hablado dos o
tres veces. El ciclista le había dado un caramelo. La comisionista le había
probado un cuello de puntillas, confundiéndolo con una chica, un día que
llevaba un delantal, pero el vendedor de estatuas no le hablaba. Cuando
terminaron de comer, Octaviano se levantó como un chico en penitencia sin
postre, él hubiera deseado que Tirso se quedara sin postre. Se ató un pañuelo
alrededor del pescuezo y salió como de costumbre. Tirso lo siguió. Empezaba a
grabar su nombre con tiza colorada en las estatuas y Octaviano creía enloquecer
de pena. Tirso lo desalojaba, le robaba su tranquilidad, lo asesinaba
subterráneamente, y Tirso era inconmovible e independiente como lo son raras
veces los grandes criminales. Cuando volvió a acostarse, al querer cerrar la
puerta de su cuarto sintió una fuerza gigante que la retenía; hizo tentativas
inútiles por cerrarla, hasta que de pronto, inesperadamente, se le vino encima
aplastándole casi el brazo. Pocos minutos después, la puerta volvió a abrirse.
No era necesario ver quién abría la puerta con esa fuerza, no podía ser sino
Tirso; y esta escena, como las otras, se repitió todas las noches. Las primeras
veces trató de juntar toda su fuerza en los ojos al clavarlos sobre Tirso, pero
los ojos de Tirso eran duros como paredes metálicas. Tenía unos ojos que nunca
debían de haber llorado, y solamente matándolo se lo podía quizás lastimar un
poco.
En el fondo del corralón
había un gran armario, donde el hombre desesperado se refugió una noche. Tirso,
al ver que no estaba allí el vendedor de estatuas, se fue decepcionado. Pero
persistió en sus cabalgatas nocturnas. Empezó a notar que sus actos eran tan
invisibles como su cuerpo: los nombres que había grabado en las estatuas, no
los encontraba nunca la noche siguiente; por eso sacó su cortaplumas para
grabarlos, como en los árboles, de una manera más segura. Una noche llena de
perros que ladraban a la luna, el vendedor de estatuas se retiró más temprano
que de costumbre en el refugio del armario. Tirso no se resolvía a bajarse de
encima del león, pero al fin empezó a trotar en círculos y semicírculos
enloquecidos, arrastrando un ruido de fierros oxidados por el suelo. El
vendedor de estatuas después de un rato no oyó más nada; el silencio y el
bienestar habían entrado de nuevo en la noche circundante. Iba a salirse del
armario cuando oyó dar a la llave dos vueltas que lo encerraban.
Quedaba poco aire respirable, quizás alcanzaría para unas
horas de vida; sintió desfilar todas las estatuas que había vendido y que no
había vendido a lo largo de su existencia. Un ángel de cementerio estaba cerca
de él y le indicaba el camino al cielo. Llevaba un nombre grabado sobre la
frente. Tuvo miedo: sacó el pañuelo y borró largamente el nombre en la
obscuridad del armario donde se acababan las últimas gotas de aire y de luz que
todavía le permitían vivir.
Autor: Silvina Ocampo
Un efectivo cuento de terror.
ResponderEliminarBien incluirlo. Silvina Ocampo ha demostrado saber como producir inquietud.
Hay otro cuento que recuerdo, Los amigos. Si no lo leíste, recomendable.
Besos.
Hola Demiurgo :3 siiii, nada como un buen cuento de terror para abrir los especiales de Halloween en el blog. Muchas gracias por la recomendación.
EliminarBesos.
una historia inquietante.
ResponderEliminarcon las estatuas el ser humano siempre ha imaginado interactuar con ellas desde siempre, desde aquel emperador romano que hacia el amor con ellas de lo hermosas y perfectas que parecían hasta las que parecen "cobrar vida" en los cementerios en algunas películas e historias de terror.
al final me imaginé al vendedor de estatuas borrando frenéticamente aterrorizado su propio nombre de la frente de ángel de cementerio para no morir.
un beso
Hola Draco, las estatuas siempre tienen algo de vida :3
EliminarUn beso.
Un relato cargado de misterio
ResponderEliminarcon esas imágenes todo un conjunto para deleitarse .
Besos grandes y bello finde
.
Hola Preciosa, que bueno que te haya gustado, jejeje las imagines las busque con algo de picardia :3
EliminarBesos grandes y bello finde para vos también
No conocía este relato de Silvina Ocampo, tiene algunas diferencias con otras cosas que le he leído. Un relato que tiene todos los alicientes para entretener. Abrazos
ResponderEliminarHola Ester, que bueno que lo hayas disfrutado :3
EliminarAbrazos.
Un buen texto donde te tiene atrapada desde el principio al fin ..gracias por mostrarlo y compartirlo .
ResponderEliminarUn besote enorme muakkk ..feliz finde.
Hola linda, gracias a vos por leerlo y que te haya gustado <3
EliminarUn besote enorme y feliz finde para vos también.
Hola, Tiffany.
ResponderEliminarLa verdad que te atrapa y te tiene expectante desde el minuto 1.
De esos relatos en los que no sabes cómo acabará.
Por cierto, ese armario me encanta, aunque estoy segura que quedarme encerrada en él, no tanto jajaj.
Gracias y nos leemos ;)
Besos enormes.
Hola linda y bienvenida, jajaja creo que todos nos encanto ese armario, pero da un poquito de miedo quedarse encerrado >_<
EliminarBesos enormes
Espeluznante y en época de Halloween xD
ResponderEliminarme gusto mucho!
¡Un abrazo!
Y todavía faltan más :3 todos los viernes de octubre habrá cuentos de terror, así que estén preparados <3
EliminarUn abrazo
Hola, ya estoy por aquí, no es el genero que leo, pero he de reconocer que tienes una mente maravillosa para la escritura de estos cuentos de terror. Enhorabuena. Besos.
ResponderEliminarHola, me alegro mucho que te haya gustado. Pero la verdad no lo escribí yo jajajaja abajo dice la autora, Silvina Ocampo es una genia escribiendo este tipo de relato.
EliminarBesos.