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lunes, 29 de octubre de 2018

Las Brujas de Salem

Los juicios por brujería de Salem fueron una serie de audiencias locales, posteriormente seguidas por procesos judiciales formales, llevados a cabo por las autoridades con el objetivo de procesar y después, en caso de culpabilidad, castigar delitos de brujería en los condados de Essex, Suffolk, y Middlesex en la entonces colonia inglesa de Massachusetts (hoy el Estado de Massachusetts, EE.UU.), entre enero de 1692 y mayo de 1693. Este acontecimiento ha sido usado retóricamente en la política y la literatura popular como una advertencia real sobre los peligros del extremismo religioso, acusaciones falsas, fallos en el proceso y la intromisión gubernamental en las libertades individuales.

Antecedentes

Los juicios por brujería no eran algo inusual en las Colonias Británicas. El primer caso registrado fue Alse Young, en Connecticut, en 1647. Espaciados por años entre 1647 y 1692, se produjeron cerca de una veintena de otros casos en Nueva Inglaterra, con principales focos en Boston y Springfield; sin embargo, eran elementos aislados, a veces ocurridos cada tres o cuatro años, y no más de dos acusados a la vez.


A pesar de ser generalmente conocidos como «los juicios de Salem», las audiencias preliminares en 1692 se llevaron a cabo en diversas ciudades de toda la provincia: la aldea de Salem, Ipswich, Andover y la ciudad de Salem. Los juicios más conocidos tuvieron lugar en esta última, realizados por un Tribunal de Oyer and terminer en 1692.


Si bien la brujería y las ejecuciones no son un elemento que se dio solamente en Salem en 1692, sino que es una constante a través de la América puritana, Salem es considerado un ejemplo por la masividad que tuvieron estos juicios, no porque fueran el único caso. Los "Juicios de Salem" no ocuparon solamente a esa ciudad, sino que también Salem Village (ahora Danvers), Beverly, Springfield e Ipswick, extendiéndose no solo a través del Condado de Essex, sino que también a los condados de Berkshire y Middlesex.

Los Juicios

Los juicios comenzaron con las acusaciones de Betty Parris, hija del Reverendo Samuel Parris, y su prima, Abigail Williams. Las primeras órdenes de arresto se firmaron el 29 de febrero de 1692 y tres mujeres fueron arrestadas: Tituba, Sarah Osborne y Sarah Good. Tituba era una sirvienta en la casa de los Parris; Sarah Osburne era una terrateniente que se había granjeado el odio de sus vecinos a través de sus escasas demostraciones de fe ante la comunidad; y Sarah Good era una indigente que se encontraba embarazada al momento de su arresto.


Si bien Osburne (quien se encontraba demasiado enferma como para siquiera estar en el estrado) y Good proclamaron su inocencia durante todo el proceso, fue el testimonio de Tituba lo suficientemente escuchado como para poder condenar a las tres. De acuerdo a Marion Starkey en su libro, Tituba buscaba con su testimonio el alejar la atención del tribunal de su esposo, John Indian, a quien algunos de los pobladores de Salem acusaban como uno de los que provocaban aflicciones entre los vecinos.


Esto fue solo el principio, y pronto las acusaciones se hicieron masivas, pues algunos vecinos utilizaron el pánico para vengar sus propias rencillas personales. Así fue el caso de Martha Corey, a quien las más jóvenes de la comunidad acusaron de brujería pues era una adhesión reciente a la iglesia y dejaba en evidencia sus problemas internos.

Resultados

Para el final de 1693, más de ciento cincuenta personas fueron detenidas y encarceladas, solo con acusaciones. Sin embargo no llegaron a ser formalmente procesadas por el tribunal del condado. Al menos cinco de los acusados fallecieron en prisión, y las veintiséis personas que fueron a juicio fueron condenadas ante este tribunal. Un rasgo particular de estos juicios fue que las denuncias de alucinaciones y contactos demoníacos surgieron entre un grupo de mujeres de la comunidad de Salem, pero nunca se realizaron procedimientos serios para obtener pruebas de tales prácticas, sino que casi todas las acusaciones se basaban en rumores. Los propios jueces se dejaron llevar por la histeria religiosa de la comunidad de Salem, formada mayormente por puritanos, que exigía frenéticamente condenas a las presuntas brujas.


Las cuatro partes en las que se dividió la Corte Superior de la Judicatura de 1693 se celebraron en la aldea de Salem, Ipswich, Boston y Charlestown, pero solo se produjeron tres condenas de los treinta y un juicios llevados a cabo por la Corte Superior de Judicatura. Los dos tribunales condenaron a veintinueve personas por brujería. Diecinueve de los acusados —catorce mujeres y cinco hombres— fueron ahorcados. Un hombre, Giles Corey, se negó a emitir declaración y murió aplastado en un intento de obligarlo.


Presuntas Causas de los Juicios

Muchas teorías han intentado explicar por qué la comunidad de Salem explotó en ese delirio de brujas y perturbaciones demoníacas. La más difundida insiste en afirmar que los puritanos, que gobernaban la colonia de la bahía de Massachusetts prácticamente sin control real desde 1630 hasta la promulgación de la Carta Real de Massachusetts en 1692, atravesaban un período de alucinaciones masivas e histeria provocadas por fanatismo religioso.


La mayoría de los historiadores modernos encuentran esta explicación, cuando menos, simplista. Otras teorías se apoyan en analizar hechos de maltrato de niños, adivinaciones invocando al maligno, y ergotismo (intoxicación plena con pan de centeno fermentado que contiene micotoxinas procedentes del hongo Claviceps purpurea o cornezuelo del centeno que puede tener efectos similares al alucinógeno LSD), la lucha por las propiedades, el complot de la familia Putnam para destruir a la familia rival Porter, y algunas otras aluden al tema del «estrangulamiento social» de la mujer, siendo que la suma de estos factores causó el estallido de fanatismo religioso. Finalmente se ha difundido la actividad electromagnética referida como las Líneas Ley como posible explicación del fanatismo de los acusadores en los célebres procesos.


Dentro de la pequeña comunidad de Salem existía una estricta conducta religiosa, en la cual cada persona vigilaba a sus vecinos y a su vez era vigilada por éstos en sus palabras y acciones, generando dudas y sospechas en caso de que su conducta no se ajustase a los parámetros religiosos puritanos. Las mujeres eran consideradas como individuos destinados a servir a sus esposos y a carecer de mayores derechos, mientras los niños eran destinados a educarse severamente desde temprana edad en las labores de los adultos en vez de simplemente jugar. Otra preocupación fundamental de esta comunidad era evitar la «ira de Dios» y, por tanto, sujetarse estrictamente a los dictados religiosos del puritanismo para así evitar el castigo divino que se traducía en pérdida de cosechas, mal clima y muerte de ganado.


El número de acusados por brujería en estos juicios pudo fluctuar entre ciento cincuenta y doscientos, e incluso un número mucho mayor si se tienen en cuenta los apresamientos que no fueron seguidos de acusaciones formales. Los acontecimientos en los juicios tuvieron una profunda influencia en la región y pudieron contribuir al deterioro de la influencia de los puritanos en el gobierno de Nueva Inglaterra y la posterior secularización de su población.

viernes, 26 de octubre de 2018

Las Brujas ( La Reunión )


Ahora que el director se había ido, yo no estaba particularmente alarmado. ¿Qué mejor situación que la de estar encerrado en una habitación llena de estas estupendas señoras? Si llegaba a hablar con ellas, incluso podría sugerirles que vinieran a mi colegio para hacer un poco de prevención de la crueldad con los niños. No nos vendrían nada mal allí. Entraron hablando sin parar. Empezaron a hacer corrillos y a elegir asientos y se oían muchas frases del tipo de:
—Ven a sentarte a mi lado, querida Millie.
—¡Oh, hola, Beatriz! ¡No te he visto desde el último congreso! ¡Qué vestido tan precioso llevas!
Decidí quedarme donde estaba y dejarlas celebrar su congreso, mientras yo seguía amaestrando a mis ratones, pero las observé un rato más por la rendija del biombo, esperando a que se aposentasen. ¿Cuántas habría? Calculé que unas doscientas. Las filas de atrás fueron las primeras en llenarse. Todas parecían querer sentarse lo más lejos posible de la tarima. En el centro de la última fila, había una señora con un diminuto sombrero verde, que no dejaba de rascarse la nuca. No podía parar. Me fascinaba el modo en que sus dedos rascaban continuamente el pelo de la nuca. Si ella hubiera sabido que alguien la estaba observando desde atrás, estoy seguro de que se hubiera sentido azarada. Pensé si tendría caspa. De repente, noté que la señora que estaba a su lado ¡estaba haciendo lo mismo!
¡Y la siguiente!
¡Y la otra!
Lo hacían todas. ¡Se rascaban como locas el pelo de la nuca!
¿Tendrían pulgas en el pelo?
Era más probable que fueran piojos.
Un chico de mi colegio, que se llama Ashton, había tenido piojos el trimestre anterior y la directora le obligó a meter toda la cabeza en aguarrás. Desde luego, eso mató a todos los piojos, pero por poco no mata a Ashton también. La mitad de la piel se le desprendió del cráneo. Estas rascaderas compulsivas empezaron a fascinarme. Siempre es divertido pillar a alguien haciendo algo grosero cuando cree que nadie le ve. Meterse el dedo en la nariz, por ejemplo, o rascarse el culo. Rascarse la cabeza es casi tan feo como eso, especialmente si se hace sin parar. Decidí que debían de ser piojos. Entonces ocurrió lo más asombroso. Vi a una señora metiendo los dedos por debajo de su cabellera, y el pelo, toda la cabellera, se levantó en una pieza, y la mano se deslizó por debajo y continuó rascando.
¡Llevaba peluca! ¡También llevaba guantes! Miré rápidamente al resto de las mujeres, que ya estaban sentadas. ¡Todas y cada una de ellas llevaba guantes!

La sangre se heló en mis venas. Me puse a temblar de pies a cabeza. Miré desesperadamente a mi espalda en busca de una puerta trasera por la cual escapar. No había ninguna. ¿Me convenía dar un salto y echar a correr hacia las puertas dobles? Las puertas dobles ya estaban cerradas y vi a una mujer de pie delante de ellas. Estaba inclinada hacia delante, sujetando una especie de cadena metálica que rodeaba los dos picaportes. No te muevas, me dije. Nadie te ha visto todavía. No hay ninguna razón para que nadie venga a mirar detrás del biombo. Pero un solo movimiento en falso, una tos, un estornudo, un soplido, el más mínimo ruido de cualquier clase y te atrapará no una bruja, ¡sino doscientas! En ese momento, creo que me desmayé. Todo aquel asunto era demasiado para un niño. Pero creo que no estuve inconsciente más de unos segundos, y cuando volví en mí, estaba tumbado en el suelo y, gracias a Dios, seguía estando detrás del biombo. Había un silencio absoluto a mi alrededor. Temblorosamente, me puse de rodillas y miré otra vez por la rendija del biombo.

ACHHICHARRADA COMO UN CHICHARRÓN


Ahora todas las mujeres, o mejor dicho, las brujas, estaban inmóviles en sus sillas, mirando fijamente, como hipnotizadas, a alguien que había aparecido de pronto en la tarima. Era otra mujer. Lo primero que noté en ella era su tamaño. Era diminuta, probablemente no mediría más de un metro treinta centímetros. Parecía bastante joven, supuse que tendría unos veinticinco o veintiséis años, y era muy guapa. Llevaba un vestido negro muy elegante con falda larga hasta el suelo y guantes negros que le llegaban hasta los codos. A diferencia de las otras, no llevaba sombrero. A mí no me parecía que tuviera aspecto de bruja en absoluto, pero era imposible que no lo fuera, porque, de lo contrario, ¿qué demonios estaba haciendo subida en la tarima? ¿Y por qué estaban todas las demás brujas contemplándola con tal mezcla de adoración y temor? 


Muy despacio, la joven de la tarima levantó las manos hacia su cara. Vi que sus dedos enguantados desenganchaban algo detrás de las orejas y luego... ¡luego se pellizcó las mejillas y se quitó la cara de golpe! ¡Aquella bonita cara se quedó entera en sus manos!


¡Era una máscara!

Al quitarse la máscara, se volvió hacia un lado y la colocó cuidadosamente en una mesita que tenía cerca, y cuando volvió a ponerse de frente a la sala, me faltó poco para dar un chillido. Su cara era la cosa más horrible y aterradora que he visto nunca. Sólo mirarla me producía temblores. Estaba tan arrugada, tan encogida y tan marchita que parecía que la hubieran conservado en vinagre. Era una visión estremecedora y espeluznante. Había algo pavoroso en aquella cara, algo putrefacto y repulsivo. Literalmente, parecía que se estaba pudriendo por los bordes, y en el centro, en las mejillas y alrededor de la boca, vi la piel ulcerada y corroída, como si se la estuvieran comiendo los gusanos. Hay veces en las que algo es tan espantoso que te fascina y no puedes apartar la vista de ello. Eso me pasó a mí en ese momento. Me quedé traspuesto, alelado. Estaba hipnotizado por el absoluto horror de las facciones de aquella mujer. Pero no era eso sólo. Había una mirada de serpiente en sus ojos, que relampagueaban mientras recorrían la sala. En seguida comprendí, naturalmente, que esta no era otra que La Gran Bruja en persona. También comprendí por qué llevaba una máscara. Jamás hubiera podido aparecer en público, y mucho menos Hospedarse en un hotel, con su verdadera cara. Todo el que la hubiese visto, habría salido corriendo, dando alaridos.


—¡Las puerrtas! —gritó La Gran Bruja, con una voz que llenó la sala y retumbó en las paredes—.

¿Habéis echado el cerrogo o la cadena?

—Hemos echado el cerrojo y la cadena, Vuestra Grandeza —contestó una voz en la sala.

Los relucientes ojos de serpiente, hundidos en aquella espantosa cara corrompida, fulminaban, sin pestañear, a las brujas que estaban sentadas frente a ella.
—¡Podéis quitarros los guantes! —gritó.

Noté que su voz tenía el mismo tono duro y metálico que la de la bruja a la que vi debajo del castaño, sólo que era mucho más fuerte y mucho, mucho más áspera. Raspaba. Chirriaba. Chillaba. Gruñía. Refunfuñaba. Todo el mundo en la sala empezó a sacarse los guantes. Yo me fijé en las manos de las que estaban en la última fila. Quería ver cómo eran sus dedos y si mi abuela tenía razón. ¡Ah!...
¡Sí!... ¡Ahora veía varias manos! ¡Veía las garras oscuras curvándose sobre las yemas de los dedos!
¡Aquellas garras medirían unos cinco centímetros y eran afiladas en la punta!

—¡Podéis quitarros los sapatos! —ladró La Gran Bruja.


Oí un suspiro de alivio proveniente de todas las brujas de la sala, cuando se quitaron sus estrechos zapatos de tacón alto, y entonces eché una ojeada por debajo de las sillas y vi varios pares de pies con medias... completamente cuadrados y carentes de dedos. Eran repugnantes, como si les hubieran rebanado los dedos con un cuchillo de cocina.

—¡Podéis quitarros las pelucas! —gruñó La Gran Bruja.

Tenía una forma peculiar de hablar. Era una especie de acento extranjero, algo áspero y gutural, y al parecer, tenía dificultad para pronunciar algunas letras. Hacía una cosa rara con la r. La hacía rodar en la boca como si fuera un pedazo de corteza caliente y luego la escupía.

—¡Guitarros las pelucas parra que les dé el airre a vuestrros irrritados cuerros cabelludos! —gritó.

Y otro suspiro de alivio surgió de la sala, mientras todas las manos se levantaban hacia las cabezas para retirar todas las pelucas (con los sombreros todavía encima). Ante mí había ahora fila tras fila de cráneos femeninos calvos, un mar de cabezas desnudas, todos enrojecidos e irritados debido al roce del forro de las pelucas. No puedo explicaros lo horrorosas que eran y, de algún modo, la visión era aún más grotesca por el hecho de que debajo de aquellas espantosas cabezas calvas, los cuerpos iban vestidos con ropa bonita y a la moda. Era monstruoso. Era antinatural. Oh, Dios mío, pensé. ¡Socorro! ¡Oh, Señor, ten compasión de mí! ¡Esas repugnantes mujeres calvas son asesinas de niños, todas y cada una de ellas, y aquí estoy yo apresado en la misma habitación y sin poder escapar! En ese momento, me asaltó una nueva idea, doblemente horrible. Mi abuela había dicho que, con sus agujeros de la nariz especiales, ellas podían oler a un niño en una noche oscura desde el otro lado de la calle. Hasta ahora, mi abuela había acertado en todo. Por lo tanto, parecía seguro que una de las brujas de la última fila iba a empezar a olfatearme de un momento a otro, y entonces el grito «¡Caca de perro!» se extendería por toda la sala y yo estaría acorralado como una rata. Me arrodillé en la alfombra, detrás del biombo, sin atreverme ni a respirar. Luego, de pronto, recordé otra cosa muy importante que me había dicho mi abuela: «Cuanto más sucio estés, más difícil es que una bruja te encuentre por el olor.»
¿Cuánto tiempo hacía que no me bañaba?
Hacía siglos. Tenía mi propia habitación en el hotel, y mi abuela nunca se preocupaba de esas tonterías. Ahora que lo pensaba, creo que no me había bañado desde que llegamos.
¿Cuándo fue la última vez en que me había lavado la cara y las manos?
Desde luego, esta mañana no. Ni ayer tampoco. Me miré las manos. Estaban cubiertas de churretes, de barro y Dios sabe de qué otras cosas. Quizá tenía alguna posibilidad después de todo. Las oleadas fétidas no podrían atravesar toda esa porquería.

—¡Brugas de Inclaterrra! —gritó La Gran Bruja.

Observé que ella no se había quitado la peluca, ni los guantes, ni los zapatos.

—¡Brugas de Inclaterrra! —chilló.

El público se removió inquieto y se sentaron más erguidas en sus sillas.

—¡Miserrrables brugas! —chilló—. ¡Inútiles y vagas brugas! ¡Flogas y perrresosas brugas! ¡Sois una pandilla de gusanos barraganes que no valen parrra nada!

Un estremecimiento recorrió al público. Era evidente que La Gran Bruja estaba de mal humor y ellas lo comprendieron. Yo presentí que iba a ocurrir algo espantoso.

—Estoy desayunando esta mañana —gritó La Gran Bruja— y estoy mirrrando por la ventana a la playa, ¿y qué veo? Os prregunto ¿qué veo? ¡Veo una vista rrrepulsiva! ¡Veo cientos, veo miles de rrrepugnantes niños gugando en la arrena! ¡Esto me da náuseas, me dega sin comerr! ¿Porr qué no los habéis eliminado? —aulló—. ¿Porr qué no habéis borrrado a todos estos asquerrrosos y malolientes niños?

Con cada palabra, le salían disparadas de la boca gotitas de saliva azul, cual perdigones.

—¡Os estoy prreguntando porrr que! —aulló.

Nadie le contestó.

—¡Los niños huelen! —chilló—. ¡Apestan! ¡No querrremos niños en la tierrra!
Todas las cabezas calvas asintieron vigorosamente.

—¡Un niño porrr semana no me sirrve! —gritó La Gran Bruja—. ¿Es eso todo lo que podéis hacerr?

—Haremos más —murmuró el público—. Haremos mucho más.

—¡Más tampoco sirrve! —vociferó La Gran gruja—. ¡Exigo rrresultados máximos! ¡Porr lo tanto, aquí están mis órrrdenes! ¡Mis órrrdenes son que todos y cada uno de los niños de este país sean borrra-dos, espachurrados, estrrugados, y achicharrados antes de que yo vuelva aquí dentrro de un año! ¿Está bien clarrro?
El público lanzó una exclamación contenida. Vi que todas las brujas se miraban entre sí con expresión preocupada. Y oí que una bruja que estaba sentada al final de la primera fila decía en alto:

—¡Todos ellos! ¡No podemos barrerlos a todos ellos!

La Gran Bruja se volvió violentamente, como si alguien la hubiera clavado un pincho en el trasero.

—¿Quién digo eso? —chilló—. ¿Quién se atrreve a discutirr conmigo? Fuiste tú, ¿no?

Señaló con un dedo enguantado, tan afilado como una aguja, a la bruja que había hablado.


—¡No quise decir eso, Vuestra Grandeza! —gritó la bruja—. ¡No era mi intención discutir! ¡Sólo estaba hablando para mí misma!

—¡Te atrreviste a discutirr conmigo! —chilló La Gran Bruja.

—¡Sólo hablaba para mí misma! —gritó la desgraciada bruja—. ¡Lo juro, Alteza!

Se puso a temblar de miedo.

La Gran Bruja dio un paso adelante y cuando habló de nuevo, lo hizo con una voz que me heló la sangre.

—Una bruga que así me contesta debe arrderr de los pies a la testa, chilló.

—¡No, no! — suplicó la bruja de la primera fila. La Gran Bruja continuó:

—Una bruga con tan poco seso debe arrderr hasta el último hueso.
—¡Perdonadme! —gritó la desgraciada bruja de la primera fila. La Gran Bruja no le hizo el menor caso. Habló de nuevo:

—Una bruga tan boba, tan boba arrderrá como un palo de escoba.

—¡Perdonadme, oh Alteza! —gritó la desdichada culpable—. ¡No quise hacerlo!

Pero La Gran Bruja continuó su terrible recitación:

—Una bruga que dice que yerrro morrirrá, morrirrá como un perrro.

Un momento después, de los ojos de La Gran Bruja salió disparado un chorro de chispas, que parecían limaduras de metal candente, y volaron directamente hacia la bruja que se había atrevido a responder. Yo vi cómo las chispas la golpeaban y penetraban en su carne y la oí lanzar un horrible alarido. Una nube de humo la envolvió y un olor a carne quemada llenó la sala. Nadie se movió. Igual que yo, todas miraban la humareda, y cuando ésta se disipó, la silla estaba vacía. Vislumbré algo blanquecino, como una nubecilla, elevándose en el aire y desapareciendo por la ventana.
El público dio un gran suspiro. La Gran Bruja recorrió la sala con una mirada fulminante.

—Esperrro que nadie más me enfurresca hoy —comentó.

Hubo un silencio mortal.

—Achicharrada como un churrasco. Cocida como una sanahorria —dijo La Gran Bruja—. Nunca volverrréis a verrla. Ahorra podemos dedicarrnos a los asuntos imporrtantes.

Autor: Roald Dahl



lunes, 22 de octubre de 2018

La Condesa Sangrienta de Alejandra Pizarnik


Sinopsis

«Sentada en su trono, la condesa mira torturar y oye gritar. Sus viejas y horribles sirvientas son figuras silenciosas que traen fuego, cuchillos, agujas, atizadores; que torturan muchachas, que luego las entierran. Como el atizador o los cuchillos, esas viejas son instrumentos de una posesión. Esta sombría ceremonia tiene una sola espectadora silenciosa».


Acusada del asesinato de seiscientas cincuenta jóvenes, Erzsebét Bathory es una de las criminales más siniestras de la Historia. En su castillo de los Cárpatos, a finales de siglo XVII, la condesa se cierne sobre sus víctimas para desangrarlas y conservar su juventud. Su leyenda maldita y fascinante pervive en el tiempo.


La condesa sangrienta es una de las composiciones clave de Alejandra Pizarnik, sus páginas construyen un retrato perturbador del sadismo y la locura que las estampas del artista Santiago Caruso recrea con admirable maestría.



Opinión Personal


Este libro me lo había recomendado muchísimo que lo leyera porque soy fanática de los vampiros, averiguando me di con el caso que era un libro que se trataba de la condesa Bathory (aunque de vampiresa no tiene nada), aunque se la define como una verdadera “vampiresa”, yo no la veo tan así pero en particular me llama demasiado la atención, aparte que era una asesina y ella nunca lo quiso reconocer como tal, cosa que suele pasar actualmente con muchos asesinos seriales.


En cuanto a este libro, lo vi catalogado como un libro de poema y en realidad no me encontré eso, sino más bien un libro que nos cuenta un poco de los asesinatos de Bathory, lo que sentía cuando hacia esos actos sádicos, digo sádicos porque la condesa le encantaba torturar a chicas menores, ustedes se preguntaran ¿por qué La Condesa Sangrienta? , no solamente las torturaba por puro placer, sino que tenía un motivo por lo que lo hacía, era la sangre de estas chicas, si como lo leen le encantaba la sangre 💧era según ella un tratamiento contra la vejez ( es que en ese entonces no existían las cremas anti-age ).




Bathory asesino 650 mujeres y nunca se sintió culpable por sus actos, en realidad no entendía porque la habían culpado.

La Condesa Sangrienta trata sobre eso su vida, sus pensamientos, la manera en la que asesinaba a estas chicas, contado con un poco de “metáforas”, pero yo lo veo más como una biografía.  ¿Por qué lo catalogaron como un libro de poema?  Nunca lo entenderé, pero ojala alguien me lo explica en los comentarios.

Si les gustan las novelas gráficas (a mí me encantaron las ilustraciones, así que muy prontito se vendrá un informe sobre el ilustrador), saber un poco de historia y le llama la atención la Condesa Bathory es su libro. Igual lo super recomiendo para leerlo en Halloween  🎃


“ Se escogían varias muchachas altas, bellas y resistentes – su edad oscilaba entre los 12 y los 18 años- y se las arrastraba a la sala de torturas en donde esperaba, vestida de blanco en su trono, la condesa. Una vez maniatadas, las sirvientas las flagelaban hasta que la piel del cuerpo se desgarraba y las muchachas se transformaban en llagas tumefactas;  les aplicaban los atizadores enrojecidos al fuego; les cortaban los dedos con tijeras o cizallas; les punzaban las llagas; les practicaban incisiones con navajas (si la condesa se fatigaba de oír gritos les cosían la boca; si alguna joven se desvanecía demasiado pronto se la auxiliaba haciendo arder entre sus piernas papel embebido en aceite)…”

Sobre la Autora

Alejandra Pizarnik nació en Buenos Aires, el 29 de Abril de 1936, en una familia de inmigrantes de europa oriental. Estudió filosofía y letras en la Universidad de Buenos Aires y, más tarde, pintura con Juan Batlle Planas. Entre 1960 y 1964, Pizarnik vivió en París donde trabajó para la revista "Cuadernos" y algunas editoriales francesas, publicó poemas y críticas en varios diarios, tradujo a Antonin Artaud, Henri Michaux, Aimé Cesairé, e Yves Bonnefoy, y estudió historia de la religión y literatura francesa en la Sorbona. Luego de su retorno a Buenos Aires, Pizarnik publicó tres de sus principales volúmenes, "Los trabajos y las noches", "Extracción de la piedra de locura" y "El infierno musical", así como su trabajo en prosa "La condesa sangrienta". En 1969 recibió una beca Guggenheim, y en 1971 una Fullbright. El 25 de septiembre de 1972, mientras pasaba un fin de semana fuera de la clínica siquiátrica donde estaba internada, Pizarnik murió de una sobredosis intencional de seconal.

viernes, 19 de octubre de 2018

Un Grave Malentendido


Soy un perro. Creo que cuando antes lo sepáis mejor. Si me reservara el dato para más tarde, enseguida empezaríais a preguntaros qué clase de persona va por ahí a cuatro patas, olfateando traseros y ensuciando las farolas en la vía pública. Seguro que no le veríais la gracia y acabaríais por no querer saber nada más de mí. Lo cierto que tenemos procederes distintos me refiero a mis amigos y yo; no en todo, desde luego, pero sí lo suficiente para que resulte perceptible. Por ejemplo, a que nosotros los perros nos gusta dar un buen paseo como el que más, y perdemos el seso por las perritas y el salmón ahumado, la lectura no nos va. Nos cuesta trabajo pasar las páginas. Bien es cierto que, por otra pata, una hocicada de aire pestilente recién salido del vertedero con todo su aroma puede resultar tan evocadora para nosotros como un soneto. Los malos olores contienen más poesía de lo que imagináis, y un buen charco vale más que mil palabras. Pero aparte de eso, nosotros tenemos la capacidad de ver cosas. El otro día, sin ir más lejos, mientras yo y mi Persona dábamos un paseo por ese lugar tan verde y tranquilo donde hay árboles de mármol y farolas de piedra sin luz y la gente entierra sus huesos pero no se molesta luego en escarbar la tierra para sacarlos, vi un fantasma. Me detuve, lo miré desafiante, gruñí, ericé el pelo y …


—¿Qué demonios te pasa? — preguntó mi Persona


—¡Qué bonito perro! — exclamó la joven fantasma, sabiendo que yo sabía quién era ella y que ambos sabíamos que mi Persona no lo sabía.
Estábamos ante el espectro sin vida y sin propósitos de una joven cuyos huesos yacía no muy lejos de donde nos hallábamos. En su interior no palpitaba corazón alguno; por sus venas sólo corría el viento y olía a popurrí de gusanos y pino.


— Gracias— dijo mi Persona, sonriendo alelado—. Sí, es un hermoso animal. Y, además, de pura raza.

Para llegar al corazón de mi Persona no hay como adularme a mí.

—¿Muerde? — preguntó ella, observándome con todo el vacuo esmero de la nada esforzándose por ser algo.

—¡ES UN FANTASMA! ¡ESTÁ MUERTA!

—¡Deja de ladrar! — exclamó mi Persona. No se asuste. No haría daño a una mosca. ¿Viene usted mucho por aquí?

— Todos los días — susurró el fantasma, mirando con el rabillo del ojo sus huesos. Se acercó un poco más a mi Persona. Se levantó brisa y la olí a través del espectro; era un olor como a flores heladas—. Parece muy fiero — dijo mirándome—. ¿Seguro que no muerde?

—¡VÁMONOS! ¡VÁMONOS DE AQUÍ!

—¡Deja de ladrar de una vez! — me ordenó mi persona, y miró embelesado al fantasma. ¡Si hubiera olido el polvo en su calavera y oído el silencio en su pecho! Pero no había nada que hacer. Él no veía que una angelical sonrisa. Sólo era un ser humano y, como tal, confiaba ciegamente en los ojos dijeran…

— Los perros siempre deberían pasear atados por los cementerios — advirtió la joven-. Hay un letrero en la puerta.

Ella sabía que yo sabía dónde estaba enterrada y que un servidor había escarbado en su tumba y desenterrado sus huesos.
Mi Persona, obediente, me ató la correa, y el fantasma me miró como diciendo: “¡Ahora nunca podrás demostrarle que estoy muerta!”

—¡ESTÁ FRÍA! ¡VACÍA POR DENTRO! ¡ES LA MUERTE EN PERSONA!

—¡Deja de ladrar! — me gritó él y, tirando de mí, continuó camino ya medio enamorado de aquel fantasma incapaz de amar.

Pasamos muy cerca de sus huesos. Los olí, y oí el seco crujir de los diminutos seres que los roían. Tiré, forcejeé e intenté arrastrarlo con todas mis fuerzas para desenterrar el secreto del fantasma…

—¡Parece una fiera! — exclamó el espectro—. Los ojos le dan vueltas y tiene la mandíbula desencajada. ¿Seguro que no tiene fiebre? ¿No cree que debería llevarlo al veterinario?

— Sólo quiere corretear por ahí suelto — respondió mi Persona-. ¿Vive usted por aquí?

—¡SÍ! ¡SÍ! ¡AHÍ MISMO! ¡A METROS Y MEDIO DEL SUELO!

—¡Deja de ladrar! — exclamó mi Persona—. ¡Vas a despertar a los muertos!

El fantasma se sobresaltó. Luego se echó a reír, como el viento entre las hojas que se pudren.

— Tengo una habitación por aquí cerca — murmuró el fantasma—. Es pequeña, pero es para mí sola. Muy práctica, ¿sabe?

—¿Una habitación para usted sola? — repitió mi Persona con el corazón palpitando de angustia-. ¡Qué vida tan solitaria la suya!

— Sí — respondió ella—. A veces lo es, aunque oigo a la gente caminar y hablar arriba, por encima de mi cabeza.

— Pues permíteme que la acompañe — se ofreció mi Persona.

— Los perros están prohibidos — aclaró el fantasma—. Me echarían de mi casa, ¿sabe?

— Entonces acompáñeme usted a mí — sugirió mi Persona, y la joven fantasma alzó sus falsas cejas con falsa sorpresa—. “Acompáñeme, señorita” — rompió a cantar él muy sonriente—. “Acompáñeme y hable conmigo”.

— Por qué no — dijo ella con una sonrisa.

—¡PORQUE ESTÁ MUERTA Y REQUETEMUERTA!

—¡Para de ladrar! — exclamó él y prosiguió con la canción—. “Le abriré las puertas del cielo y las de mi corazón…”

—¿Las puertas del cielo? — suspiró la joven fantasma—. ¿De verdad?

—¡Y las de mi corazón! ¿Quiere cenar conmigo?

—¿Me está invitando a su casa?

—¡LOS FANTASMAS ESTAN PROHIBIDOS! ¡ME ECHARÁN!

—¡Deja de ladrar! Sí…, si le apetece.

— Pues claro… Me encantaría.

—¡NO LO HAGAS!¡VAS A METER A LA MUERTE EN CASA!

—¿A qué viene tanto ladrar? Vamos… Por aquí…

¡Qué desgracia! Todo estaba totalmente perdido. Ya sólo había una cosa que un perro pudiera hacer. Y ella sabía perfectamente qué era, por supuesto. Lo veía en mis ojos. Se situó al otro lado de mi Persona y procuró en todo momento que él estuviera entre nosotros dos. Tendría que esperar el momento oportuno…

—¿Le gusta la comida italiana? — pregunto él.

— Los espaguetis no — susurró ella—. Me recuerdan a los gusanos.
Entonces fue cuando escapé. Di un tirón con todas mis fuerzas y le arranqué la correa de las manos.

¡Qué grito soltó el pobre! La joven fantasma me miró con odio y retrocedió. Clavé los ojos en ella un instante y me sostuvo la mirada.

—¡Los perros deben pasear con correa! — susurró la joven fantasma viendo que me abalanzaba sobre ella—. Hay un letrero en… en… en…

Fue como arrojarse sobre una pluma y telas de araña. Cuando me volví, el fantasma se había desvanecido como un soplo de aire. Observé la hierba temblorosa y comprendí que había regresado a su esqueleto.


—¡ESTABA MUERTA! ¡MUERTA! ¡TE LO DIJE!

Mi Persona no respondió. Estaba temblando. Por primera vez, no daba crédito a sus ojos.

—¿Qué ha sucedido? ¿Dónde… dónde está? ¿Dónde se ha metido?

Le indiqué el camino. Con la correa a rastras, me dirigí al lugar donde yacían sus huesos, a metro y medio del suelo, y comencé a escarbar.


—¡No! ¡No! — exclamó él—. ¡Déjala descansar en paz en su tumba!

Agradecido, interrumpí la excavación. La tierra estaba dura y compacta bajo la hierba, y el trabajo podía ser arduo. Me volví hacia mi Persona. Desplomado en un banco, se sujetaba la cabeza entre las manos. Intenté consolarle lamiéndole la oreja.
Una mujer de elegantes andares pasó junto a nosotros. La joven, vestida de un blanco impoluto, tenía la piel suave y radiante, y olía a café y a gatos.

—¡Oh, qué perro tan bonito! — dijo deteniéndose a contemplarme.

Mi Persona alzó la vista. Abrió los ojos desmesuradamente y los dientes comenzaron a castañearle. El pobre era incapaz de articular palabra.

—¡ADELANTE, HOMBRE! ¡VENGA! ¡QUE ES DE PURA RAZA!

—¡Chsss! — me ordenó la mujer con amable sonrisa—. ¡Vas a despertar a los muertos!

—¿Es de carne y hueso o es un fantasma? — susurró mi Persona, los ojos como platos. ¡Demuéstramelo, por favor, demuéstramelo! ¡Prueba a saltar a través de ella como hiciste antes! ¡Salta! ¡Salta!

—¡PERO SI ES LA VERDAD! ¡ESTÁ VIVA!

—¡Deja de ladrar y salta de una vez!

De modo que salté. La señora lanzó un grito, aunque no de miedo, sino de rabia. La tierra del cementerio de la iglesia había enfangado mis patas y, momentos más tarde, también la falda de ella.

—¡Está usted loco…, loco de atar! — le gritó a mi abochornada Persona-. ¡Le ha dicho al perro que saltara! ¡Ha sido usted quien se lo ha ordenado! ¡Usted no está en sus cabales para tener un perro!

— Yo… yo… — farfulló mi Persona mientras ella se alejaba hecha una furia, jurando denunciarlo a las autoridades eclesiásticas y la Sociedad Protectora de Animales y Plantas.

—¡TE DIJE QUE ESTABA VIVA! ¡TE LO DIJE!

—¡Deja de ladrar! — imploró mi Persona—. ¡Por lo que más quieras!

Autor: Leon Garfield